Educación y valores


¿EXISTEN LAS VIRTUDES Y LOS VALORES?

Las virtudes y los valores están presentes desde los inicios de la humanidad, siempre han existido y siempre existirán. Valores como la bondad, la responsabilidad, la fidelidad, la sinceridad, la honradez, o virtudes como la prudencia, la justicia, la esperanza … siempre serán objetivos a los que el ser humano tenderá, algo que buscará para ser feliz y hacer felices a los demás.

Cuando se habla de crisis de valores o de virtudes, de lo que se trata es de afirmar que no se están viviendo, que no están presentes en las personas que nos encontramos cada día. Por eso es fundamental plantearse no sólo educar a las generaciones futuras en los valores y virtudes que consideramos fundamentales para la convivencia social, sino también vivirlos y arraigarlos en la conducta diaria de cada uno de nosotros. Es así como se educan los valores y las virtudes: viviéndolos y mostrándolos a los demás con el comportamiento personal.

¿QUÉ SON LOS VALORES?

El valor se refiere a una excelencia o a una perfección. La práctica del valor desarrolla la humanidad de la persona, mientras que el contra valor lo despoja de esa cualidad. Desde un punto de vista socio-educativo, los valores son considerados referentes, pautas que orientan el comportamiento humano hacia la transformación social y la realización de la persona.

¿QUÉ SON LAS VIRTUDES?

Para llegar a las virtudes tiene que existir el valor como hábito adquirido en la persona. Santo Tomás define la virtud como un “hábito operativo bueno". Por lo tanto, las virtudes son un tipo de cualidades estables, y por eso son hábitos y no meras disposiciones o cualidades transeúntes.

La virtud permite al hombre hacer una obra moral perfecta y le hace perfecto a él mismo.

Según el Catecismo de la Iglesia Católica, la virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas.

El objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios. (S. Gregorio de Nisa, beat. 1), (Cat. 1803)

¿DÓNDE SE EDUCAN LAS VIRTUDES Y LOS VALORES?

El primer entorno donde nace y se desarrolla el ser humano es la familia, y es allí, en consecuencia, donde se han de educar y vivir los valores y virtudes en primera instancia. Para un cristiano, además, la primera finalidad de su matrimonio es la procreación y educación de la prole. Y, cuando hablamos de educación, sin duda nos estamos refiriendo a educación de virtudes y valores.

Para orientar a una familia cristiana en las virtudes y valores en los que educar a sus hijos, iremos paso a paso y comenzaremos por describir las virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) y las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), para pasar después a los valores o virtudes humanas, como la sinceridad, la responsabilidad, la laboriosidad, el respeto, etc.

VIRTUDES CARDINALES:

PRUDENCIA: Es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlos. Pero no una razón cualquiera, sino la razón recta, esto es, la razón practica perfeccionada por esta virtud, ella indica la justa medida según la cual la voluntad y las facultades apetitivas deben actuar. La prudencia es la "regla recta de la acción", escribe Santo Tomás. No se confunde ni con la timidez ni con el temor, ni con el disimulo. Conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar.

La prudencia es la luz que dirige todos nuestros actos para llegar a Dios. La prudencia ayuda al hombre a poner atención a la voz de su conciencia, en vez de poner atención a lo que siente.

Es muy importante no confundir la verdadera prudencia, que es hacer lo que Dios nos dice que es correcto, porque mucha gente cree que ser prudente es ser hipócrita, disimular por miedo, ser cobarde o actuar por interés

JUSTICIA: Es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada ‘la virtud de la religión’. Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo. ‘Siendo juez no hagas injusticia, ni por favor del pobre, ni por respeto al grande: con justicia juzgarás a tu prójimo’ (Lv 19, 15). ‘Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo presente que también vosotros tenéis un Amo en el cielo’ (Col 4, 1).

FORTALEZA: Es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa. ‘Mi fuerza y mi cántico es el Señor’ (Sal 118, 14). ‘En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo’ (Jn 16, 33).

TEMPLANZA: Es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar ‘para seguir la pasión de su corazón’ (Si 5,2; cf 37, 27-31). La templanza es a menudo alabada en el Antiguo Testamento: ‘No vayas detrás de tus pasiones, tus deseos refrena’ (Si 18, 30). En el Nuevo Testamento es llamada ‘moderación’ o ‘sobriedad’. Debemos ‘vivir con moderación, justicia y piedad en el siglo presente’ (Tt 2, 12).

Vivir bien no es otra cosa que amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todo el obrar. Quien no obedece más que a El (lo cual pertenece a la justicia), quien vela para discernir todas las cosas por miedo a dejarse sorprender por la astucia y la mentira (lo cual pertenece a la prudencia), le entrega un amor entero (por la templanza), que ninguna desgracia puede derribar (lo cual pertenece a la fortaleza). (S. Agustín, mor. eccl. 1, 25, 46).

VIRTUDES TEOLOGALES:

FE: Es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que El nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque El es la verdad misma. Por la fe ‘el hombre se entrega entera y libremente a Dios’ (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. ‘El justo vivirá por la fe’ (Rm 1, 17). La fe viva ‘actúa por la caridad’ (Ga 5, 6).

El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: ‘Todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia’ (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: ‘Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos’ (Mt 10, 32-33).

Tener fe es aceptar la palabra de otro, entendiéndola y confiando que es honesto y por lo tanto que su palabra es veraz. El motivo básico de toda fe es la autoridad (el derecho de ser creído) de aquel a quien se cree. Esta reconocimiento de autoridad ocurre cuando se acepta que el o ella tiene conocimiento sobre lo que dice y posee integridad de manera que no engaña.

Se trata de fe divina cuando es Dios a quien se cree. Se trata de fe humana cuando se cree a un ser humano.

Hay lugar para ambos tipos de fe (divina y humana) pero en diferente grado. A Dios le debemos fe absoluta porque El tiene absoluto conocimiento y es absolutamente veraz.

La fe divina es una virtud teologal y procede de un don de Dios que nos capacita para reconocer que es Dios quien habla y enseña en las Sagradas Escrituras y en la Iglesia. Quien tiene fe sabe que por encima de toda duda y preocupaciones de este mundo las enseñanzas de la fe son las enseñanzas de Dios y por lo tanto son ciertas y buenas.

Por la fe aceptamos, por la autoridad de Dios que revela, verdades que están mas allá de la razón humana

"El acto de fe" es el asentimiento de la mente a lo que Dios ha revelado. Un acto de fe sobrenatural requiere gracia divina. Se da bajo la influencia de la voluntad la cual requiere la ayuda de la gracia. Si el acto de fe se hace en estado de gracia, es meritorio ante Dios. Actos explícitos de fe son necesarios, por ejemplo, cuando la virtud de la fe está siendo probada por la tentación o cuando nuestra fe es retada o cuando estamos ante actitudes mundanas contrarias a la fe. Estas situaciones debilitarían nuestra fe si no recurrimos a un acto de fe.

Debemos:

  • Tener una fe informada. Para ello es necesario estudiar lo que nuestra fe enseña.
  • Retener la Palabra de Dios en su pureza. (sin comprometerla o apartarse de ella)
  • Ser testigos incansables de la verdad que Dios nos ha revelado.
  • Defender la fe con valentía, especialmente cuando esta puesta en duda o cuando callar seria un escándalo.
  • Creer todo cuanto Dios enseña por medio de la Iglesia (No escoger según nos guste).
  • "La fe es el comienzo de la salvación humana" (San Fulgencio).

ESPERANZA: Es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. ‘Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa’ (Hb 10,23). Este es ‘el Espíritu Santo que El derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna’ (Tt 3, 6-7).

La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.

La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en ‘la esperanza que no falla’ (Rm 5, 5). La esperanza es ‘el ancla del alma’, segura y firme, ‘que penetra... a donde entró por nosotros como precursor Jesús’ (Hb 6, 19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: ‘Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación’ (1 Ts 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba misma: ‘Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación’ (Rm 12, 12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.

La esperanza es una virtud teológica infusa, recibida en el bautismo junto con la gracia santificante. Tiene como objeto primario la posesión de Dios. Por la esperanza deseamos la vida eterna, es decir la visión de Dios en el cielo. Es por lo tanto operante en la voluntad. La esperanza nos da confianza de recibir la gracia necesaria para llegar al cielo. El fundamento de la esperanza esta en la omnipotencia de Dios, Su bondad y Su fidelidad a Sus promesas. La virtud de la esperanza es necesaria para la salvación.

Debemos confiar que Dios nos da todas las gracias necesarias para servirlo fielmente y nos lleve a la vida eterna. Entonces debemos colaborar plenamente con Él.

La esperanza no nos asegura nuestra fidelidad a Dios, pero si la fidelidad de Dios para con nosotros.

CARIDAD: Es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por El mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.

Se basa en fe divina y no se adquiere meramente por esfuerzo humano. Puede conferirse solamente por gracia divina. Por ser infusa junto con la gracia santificante, es frecuentemente identificada con el estado de gracia. Por lo tanto, quien ha perdido la gracia sobrenatural de la caridad ha perdido el estado de gracia, aunque puede que aun posea las virtudes de la fe y la esperanza.

El amor personal a Dios exige observar todos los mandamientos, sabiendo que todo lo que el nos manda nace de su amor y todo es bueno.

Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13, 34). Amando a los suyos ‘hasta el fin’ (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: ‘Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor’ (Jn 15, 9). Y también: ‘Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado’ (Jn 15, 12).

Cristo murió por amor a nosotros ‘cuando éramos todavía enemigos’ (Rm 5, 10). El Señor nos pide que amemos como El hasta a nuestros enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres como a El mismo (cf Mt 25, 40.45).

El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: ‘La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta (1 Co 13, 4-7).

“‘Si no tengo caridad -dice también el apóstol- nada soy...’. Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma... ‘si no tengo caridad, nada me aprovecha’ (1 Co 13, 1-4). La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: ‘Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad’ (1 Co 13,13). El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es ‘el vínculo de la perfección’ (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.

La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:

La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos (S. Agustín, ep.Jo. 10, 4).


¿CÓMO EDUCAR LAS VIRTUDES Y VALORES?

Como ya hemos dicho anteriormente, la educación en virtudes y valores se inicia en la familia, y es ésta la primera y principal responsable de esta educación, no pudiendo, por tanto, delegar esta responsabilidad en ningún otro estamento o persona.

Es cierto que la escuela es la continuadora de la educación que los padres han elegido para sus hijos, pero nunca puede suplantar ni absorber el papel primordial que tenemos los padres en este sentido. Es un derecho y un deber inalienable que los padres debemos ejercer y mantener.

La educación en virtudes y valores es algo que no tiene fecha de caducidad, puesto que los padres siempre estaremos influyendo en la vida de nuestros hijos de una forma o de otra. Cuando son pequeños, nuestro papel de orientadores para la vida se hace de una forma más directa, más activa. Pero cuando nuestros hijos se independizan, forman su propia familia y ya no influimos en ellos de una forma directa, siempre estamos ahí cuando nos piden un consejo, nos hablan de sus cosas y problemas, y siempre les estaremos dando ejemplo de vida, de ejercicio de los valores y virtudes.

El comportamiento humano es un 99% de imitación, por consiguiente, la manera de educar las virtudes y valores será fundamentalmente con el ejemplo, con la vivencia personal de cada uno de los valores y virtudes que queremos educar en nuestros hijos, “las palabras mueven, pero los ejemplos arrastran” (adagio latino). Es importante que los hijos vean que los padres hacen lo que dicen.

Para que el niño desarrolle valores debemos lograr que conozca el bien, ame el bien y haga el bien. O sea que entienda los valores, que se adhiera afectiva y emocionalmente a los mismos y que fundamentalmente los manifieste en acciones. El secreto es que los adultos fomenten hábitos operativos buenos en los niños, lo cual ayudará a que se adhieran afectivamente al valor.

La educación supone crecer como persona, madurar, adquirir virtudes que nos hagan más felices y hagan más felices a los demás. Este proceso no es algo exclusivo de los niños, todos los seres humanos de cualquier edad o condición estamos inmersos en un proceso de maduración y de mejora personal.

Lo apasionante de la tarea de padres es que mientras educamos a nuestros hijos nos educamos nosotros, mejoran ellos y podemos mejorar nosotros. La tarea educativa supone un ejercicio de virtudes tales como la paciencia, la fortaleza, la generosidad.

Es muy útil que los hijos vean a su padre y a su madre luchar contra sus defectos, que pidan perdón y que les exijan. Educar es duro y a veces se hace muy cuesta arriba pero podemos disfrutar si vemos en la tarea una lucha conjunta de padres e hijos por ser mejores: esa es una de las grandezas de la Familia.


Educar la Prudencia

La prudencia, como ya hemos visto, es el valor que nos ayuda a reflexionar y a considerar los efectos que pueden producir nuestras palabras y acciones, teniendo como resultado un actuar correcto en cualquier circunstancia.

Primeramente, debemos eliminar de una vez por todas la equivocada imagen que algunas personas tienen de la prudencia como modo de ser: una personalidad gris, insegura y temerosa en su actuar, tímida en sus palabras, introvertida, excesivamente cautelosa y haciendo todo lo posible por no tener problemas... No es raro que una imagen tan poco atractiva provoque el rechazo y hasta la burla de quienes así la entienden.

El valor de la prudencia no se forja a través de una apariencia, sino por la manera en que nos conducimos ordinariamente. Posiblemente lo que más nos cuesta trabajo es reflexionar y conservar la calma en toda circunstancia; la gran mayoría de nuestros desaciertos en la toma de decisiones, en el trato con las personas o formar opinión, se deriva de la precipitación, la emoción, el mal humor, una percepción equivocada de la realidad o la falta de una completa y adecuada información.

La falta de prudencia siempre tendrá consecuencias en todos los niveles, personal y colectivo, según sea el caso: como quienes se adhieren a cualquier actividad por el simple hecho de que "todos" estarán ahí, sin conocer los motivos verdaderos y las consecuencias que pueda traer; el asistir a lugares poco recomendables, creyendo que estamos a salvo; participar en actividades o deportes de alto riesgo sin tener la preparación necesaria, conducir siempre con exceso de velocidad...

Es importante tener en cuenta que todas nuestras acciones estén encaminadas a salvaguardar la integridad de los demás en primera instancia, como símbolo del respeto que debemos a todos los seres humanos.

La verdadera lucha y esfuerzo no está en circunstancias un tanto extraordinarias y fuera de lo común: decimos cosas que lastiman a los demás por el simple hecho de habernos levantado de mal humor, de tener preocupaciones y exceso de trabajo; porque nos falta capacidad para comprender los errores de los demás o nos empeñamos en hacer la vida imposible a todos aquellos que de alguna manera nos son antipáticos o los vemos como rivales profesionalmente hablando.

Si nos diéramos un momento para pensar, esforzándonos por apreciar las cosas en su justa medida, veríamos que en muchas ocasiones no existía la necesidad de reprender tan fuertemente al subalterno, al alumno o al hijo; discutir acaloradamente por un desacuerdo en el trabajo o en casa; evitar conflictos por comentarios de terceros. Parece ser que tenemos un afán por hacer los problemas más grandes, actuamos y decimos cosas de las que generalmente nos arrepentimos.

En otro sentido, debemos ser sinceros y reconocer que cuando algo no nos gusta o nos incomoda, enarbolamos la bandera de la prudencia para cubrir nuestra pereza, dando un sin fin de razones e inventando obstáculos para evitar comprometernos en alguna actividad e incluso en una relación. ¡Qué fácil es ser egoísta aparentando ser prudente! Que no es otra cosa sino el temor a actuar, a decidir, a comprometerse.

Tal vez nunca se nos ha ocurrido pensar que al trabajar con intensidad y aprovechando el tiempo, cumplir con nuestras obligaciones y compromisos, tratar a los demás amablemente y preocuparnos por su bienestar, es una clara manifestación de la prudencia. Toda omisión a nuestros deberes, así como la inconstancia para cumplirlos, denotan la falta de conciencia que tenemos sobre el papel que desempeñamos en todo lugar y que nadie puede hacer por nosotros.

Por prudencia tenemos obligación de manejar adecuadamente nuestro presupuesto, cuidar las cosas para que estén siempre en buenas condiciones y funcionales, conservar un buen estado de salud física, mental y espiritual.

La experiencia es, sin lugar a dudas, un factor importante para actuar y tomar mejores decisiones, nos hace mantenernos alerta de lo que ocurre a nuestro alrededor haciéndonos más observadores y críticos, lo que permite adelantarnos a las circunstancias y prever en todos sus pormenores el éxito o fracaso de cualquier acción o proyecto.

El ser prudente no significa tener la certeza de no equivocarse, por el contrario, la persona prudente muchas veces ha errado, pero ha tenido la habilidad de reconocer sus fallos y limitaciones aprendiendo de ellos. Sabe rectificar, pedir perdón y solicitar consejo.

Vivir la prudencia nos hace tener un trato justo y lleno de generosidad hacia los demás, edifica una personalidad recia, segura, perseverante, capaz de comprometerse en todo y con todos, generando confianza y estabilidad en quienes le rodean, seguros de tener a un guía que los conduce por un camino seguro

Educar la prudencia, además de vivirla, también significa aconsejar a nuestros hijos para que la apliquen en todos los aspectos de su vida cotidiana: sus estudios, sus amistades, sus relaciones con los superiores, su trabajo, el orden en sus cosas, su alimentación, su higiene personal… La prudencia debe regir nuestras vidas y debemos transmitirla como un valor fundamental a las generaciones futuras.

Educar la Justicia


En sentido amplio, el justo es el hombre bueno; así usa la palabra la literatura antigua, por ejemplo Platón y la Biblia. En sentido estricto, la justicia es una de las cuatro virtudes cardinales. Se la define como «hábito moral, que inclina a la voluntad a dar a cada cual lo que es suyo». Luego la justicia regula la satisfacción de deberes y derechos. A su vez la “regla” para medir éstos no siempre es la ley de un Estado, lo es también la ley moral natural y, en gran medida, las normas sociales y costumbres.

Educar la Fortaleza

Una de las grandes carencias de la juventud de hoy es la fuerza de voluntad, la energía interior para afrontar las dificultades, retos y esfuerzos que la vida plantea continuamente.

El desarrollo de la fortaleza apoya el de todas las demás virtudes: no hay virtud moral sin el esfuerzo por adquirirla. En un ambiente social como el actual, donde el influjo familiar es cada vez más reducido, el único modo para que los jóvenes sean capaces de vivir con dignidad es llenarles de fuerza interior. La capacidad de esfuerzo está muy relacionada con la madurez y la responsabilidad.

La fortaleza es «la gran Virtud: la virtud de los enamorados; la virtud de los convencidos; la virtud de aquellos que por un ideal que vale la pena son capaces de arrastrar los mayores riesgos; la virtud del caballero andante que por amor, a su dama se expone a aventuras sin cuento; la virtud, en fin, del que sin desconocer lo que vale su vida -cada vida es irrepetible- la entrega gustosamente, si fuera preciso, en aras de un bien más alto».

Hay que entender que educar la fortaleza no es educar una fuerza física, sino educar la capacidad de proponerse metas y luchar por lograrlas aunque cueste. O dicho de otro modo, conseguir una fuerza interior que les haga sobreponerse al “no me apetece”.

Para que los hijos vivan la fortaleza es necesario que sepan que existen cosas en la vida por las que merece la pena luchar, que existe el Bien y que merece la pena luchar por conseguirlo, de ordinario a través de las cosas pequeñas.

No se trata de realizar actos sobrehumanos; de escalar el Everest, de llegar a la luna...; más bien se trata de hacer de las pequeñas cosas de cada día una suma de esfuerzos, de actos viriles, que pueden llegar a ser algo grande, una muestra de amor.

Se podría decir que la virtud de la fortaleza es muy de los adolescentes porque, por naturaleza, son personas de grandes ideales que quieren cambiar el mundo. Si estos jóvenes no encuentran cauces para estas inquietudes, si sus padres no les presentan con fines adecuados y con criterios rectos y verdaderos, esta energía latente puede dirigirse hacia la destrucción de lo que nosotros hemos creado. Concretamente, si educamos a nuestros hijos a esforzarse, a dominarse pero no les enseñamos lo que es bueno, pueden acabar buscando lo malo con una gran eficacia.

Existen muchas oportunidades en la vida cotidiana de la familia para que los niños se ejerciten en resistir un impulso, soportar un dolor o molestia, superar un disgusto, dominar la fatiga o el cansancio, como - por ejemplo - acabar las tareas encomendadas en el colegio o cumplir el tiempo de estudio previsto antes de ponerse a jugar, cumplir su encargo con constancia, etc.

Hemos de valorar positivamente y reconocer su interés y sus esfuerzos, como "aguantar la sed" en una excursión o viaje, comer de (casi) todo o no comer entre horas, terminar bien un trabajo, dejar la ropa preparada por la noche,... De este modo fomentamos la motivación interna: la satisfacción de la obra bien hecha, la alegría del deber cumplido.

Tradicionalmente se ha dividido la virtud de la fortaleza en dos partes: «resistir» y «acometer ».

Resistir un dolor, un esfuerzo físico, soportar unas molestias para conseguir un bien personal, como cuando les llevamos al dentista o al entrenamiento de su deporte favorito. Cuando este bien personal es inmediato o cercano en el tiempo, y es visto así por nuestros hijos, la capacidad de resistir se hace más fácil de educar. La dificultad viene cuando se trata de un bien lejano en el tiempo, algo que les beneficiará a largo plazo, cosa que los hijos (hasta pasada la adolescencia) no contemplan como algo real, presente en sus vidas. Ahí es cuando la paciencia y la autoridad de los padres deberán hacerse presentes, sabiendo explicarles la importancia de resistir esa molestia, ese esfuerzo, aunque el resultado no les sea visible en su presente inmediato.

Algunas veces, los padres pretenden evitar a sus hijos, con un cariño mal entendido, los esfuerzos y dificultades que ellos tuvieron que superar en su juventud: los protegen y sustituyen, llevándoles a una vida cómoda, donde no hay proporción entre el esfuerzo realizado y los bienes que se disfrutan. No se dan cuenta de que más que proteger a los hijos para que no sufran, se trata de acompañarles y ayudarles para que aprendan a superar el sufrimiento.

Por otra parte, está claro que quejarse o permitir a los hijos que se quejen es crear un ambiente en contra del sentido de la fortaleza. Lamentarse del trabajo o de los esfuerzos que es preciso realizar contribuye a crear un ambiente familiar contrario a la fortaleza: hay que esforzarse porque no hay más remedio, porque la vida te obliga.

Es importante insistir a los padres en la importancia de la reciedumbre, o capacidad de realizar esfuerzos sin quejarse.

La fortaleza supone aceptar lo que nos ocurre con deportividad, no pasivamente, con deseos de sacar algo bueno de las situaciones más dolorosas.

En cuanto a la segunda parte de la división de la fortaleza, “acometer”, podemos decir que hace referencia a todo lo que hay que realizar para alcanzar un bien superior, ya sea rebatir algún mal o desarrollar algo en sí positivo. Para conseguirlo se necesita tener iniciativa, decidir y luego llevar a cabo lo decidido, aunque cueste un esfuerzo importante.

Ese momento de crear la iniciativa, de imaginar lo que podría ser mejor sin soñar, supone una actitud hacia la vida que los padres pueden estimular en sus hijos desde pequeños. No se trata de resolver los problemas que pueden resolver los hijos por su cuenta, ni tampoco se trata de descubrirles los problemas cuando los niños mismos deberían darse cuenta de la situación. En todo caso, se puede insinuar que existe algún problema que convendría resolver. Por ejemplo, si los niños pierden el autobús que les lleva al colegio varias veces, los padres pueden ocuparse directamente de despertarles, vestirles, llevarles a la parada y meterles en el autobús. Sin embargo, para los niños, que hasta ahora han centrado la atención en cómo llegar al colegio cuando ya han perdido el autobús, esta actitud de los padres no les ayuda a tener iniciativa y resolver el problema. Los padres podrían plantearles el problema. ¿Por qué no pensáis en organizaros de tal modo que lleguéis a la parada a tiempo? Y luego volver a preguntarles para asegurarse que han encontrado una solución.

En general, acometer cuando se trata de aprovechar una situación positiva para mejorar supone iniciativa y luego perseverancia. Y, para que esta perseverancia sea constante, es fundamental tener una motivación adecuada. Los hijos tienen que ver el esfuerzo que luego van a realizar como algo necesario y conveniente.

Hay que tener en cuenta que los enemigos de la fortaleza son el temor, la osadía y la indiferencia. Educando la capacidad de resistir una molestia, un dolor o un esfuerzo continuado, favorecemos que nuestros hijos dejen de tener miedo a ser fuertes ante las dificultades que la vida les presente o ante el trabajo que tienen que realizar para mejorar como personas.

Tener decisión y empuje, de modo que los "miedos" infundados no atenacen la personalidad y sean capaces de "dar la cara" cuando sea necesario sin acobardarse por el "que dirán" o por vergüenzas tontas.

Templamos la osadía a base de prudencia, de la que ya hemos hablado en capítulos anteriores. Y vencemos la indiferencia, educando la capacidad de acometer con fortaleza y perseverancia cualquier trabajo o esfuerzo que les conduzca a mejorar como personas.

En definitiva, la fortaleza dota a la persona de señorío sobre sí mismo, de autodominio (vencerse a sí mismo es la batalla más importante de la vida).

Resumiendo, podemos decir que para educar la fortaleza en la familia:

1) Habrá que destacar la conveniencia de proporcionar a los hijos posibilidades no sólo para que hagan cosas con esfuerzo, sino también para que aprendan a resistir.

2) Convendrá estimular a los hijos para que, por propia iniciativa, emprendan caminos de mejora que supongan un esfuerzo continuado.

3) Habrá que enseñarles algunas cosas que realmente valen la pena, que les «caldean» por su importancia.

4) Habrá que enseñarles a tomar una postura, a aceptar unos criterios, a ser personas capaces de vivir lo que dicen y lo que piensan. Es decir, enseñarles a ser congruentes.

5) Los padres no deben olvidarse de la necesidad de la superación personal, como ejemplo, para los hijos y por el bien propio.

Como ya hemos visto, esta virtud tiene unas consecuencias especiales para los adolescentes. Cuando el adolescente empieza a tomar decisiones rechazando las propias, puede caer en la indiferencia, rechazar las opiniones de sus padres pero sin ser capaz de llegar más allá del rechazo. Así cualquier persona con intención no siempre lícita le puede mover, porque no será fuerte. Por otra parte, si no tiene desarrollados los hábitos en relación con la fortaleza, aunque quiera mejorar, emprender acciones en función de algún bien reconocido, no será capaz de aguantar las dificultades. La fuerza interior tiene que basarse en la vida pasada.

Si los adolescentes son fuertes en este sentido, es el momento de su vida en que tienen más posibilidades de ser generosos, de ser justos, etc., aparte de otras cosas, porque están movidos por naturaleza, por un fuerte idealismo. Es el momento de «conquistar el mundo» o, mejor dicho, de conquistar su mundo, el de cada uno.

El desarrollo de la virtud de la fortaleza apoya el desarrollo de todas las demás virtudes. En un mundo lleno de influencias externas a la familia, muchas de ellas perjudiciales para la mejora personal de nuestros hijos, la única manera de asegurarnos de que los hijos sobrevivan como personas de bien, dignas de este nombre, es llenarles fuerza interior, de tal modo que sepan reconocer sus posibilidades, y reconocer la situación real que los rodea para resistir y acometer, haciendo de sus vidas algo noble, entero y viril.

“Lo suyo” es el objeto de la justicia, en sentido objetivo. No se trata de los deseos, opciones o pretensiones de otros, sino de lo que realmente les pertenece. Por eso la justicia supone el derecho en sentido objetivo, esto es, la existencia de otra persona y sus propiedades. De ahí que sólo metafóricamente quepa la justicia para consigo mismo; en propiedad, la justicia es virtud social.

La justicia y su contrario sólo se dan en las relaciones sociales. A diferencia de las otras virtudes cardinales, sólo con otros se puede ser justo o injusto. El hombre específicamente justo es el que se preocupa por el otro, y tiene voluntad de dar a cada uno lo suyo y de no dañar a ninguno. El hombre justo es el que trata bien a los demás: contribuye a su dignidad respetando sus derechos.

La justicia muestra que los derechos y deberes son correlativos; pero el primer paso es que cada uno asuma sus deberes con respecto a los demás.

Es bueno entonces partir del conocimiento de nuestros propios derechos y nuestros deberes como seres humanos.

Los adolescentes, por su propia naturaleza, tienden a ser muy idealistas, buscando grandes soluciones para problemas importantes y preocupándose por la justicia como ideal más que como un conjunto de actos con el vecino.

A nuestros hijos, desde que son pequeños, hay que formarles en lo que es su deber como hijos, hermanos, amigos, alumnos, compañeros... para que llegue a haber una relación adecuada entre sus preocupaciones y su actuación de todos los días.

Después de los estudios de Piaget, varios psicólogos han seguido el estudio del concepto de justicia y de moralidad en los niños y en los jóvenes. En uno de los estudios, llega a sugerir seis etapas en la capacidad de enjuiciamiento moral. Las últimas dos etapas solamente pueden ser alcanzadas a partir de los diecisiete años aproximadamente.

El desarrollo de estas etapas hace referencia a un primer estado en que el niño aprende como consecuencia de una actitud obediente hacia los adultos. Esto se traduce, en una segunda etapa, en la comprensión de que conviene establecer acuerdos con los demás; que puede existir un deber y una cosa debida por ambas partes. Pero esto sólo como un simple intercambio. A continuación, se reconoce que para convivir con los demás hace falta actuar justamente con ellos y llega a haber un esquema básico de colaboración entre unos y otros. Esto, luego, pasa a la cuarta etapa en que el individuo reconoce la ley y su deber hace el orden social. Las siguientes etapas vienen a coincidir con la adolescencia.

Estos estudios apoyan la idea de que, en la adolescencia, conviene formar a los hijos en lo que es la ley. Pero habría que añadir que no sólo la ley civil, sino también la ley natural. Los adolescentes necesitan criterios para ayudarles a tomar una postura respecto al sinfín de problemas de justicia que surgen todos los días.

Tengamos en cuenta que lo que pretendemos es que nuestros hijos, futuros adultos, adquieran el valor de la justicia no sólo para que actúen bien en el seno de la familia, la vida académica y con sus amigos, sino también como personas de bien que van a actuar responsablemente. Y en este sentido debemos tener en cuenta que el oponerse y el criticar por principio, el censurar y el tachar a ciegas, sin previa consideración de ningún género, es un acto de injusticia, un atentado contra la justicia. Buscamos la voluntad para ser justos, la comprensión de lo que es justo en cada momento y con cada persona.

En resumen, ser justo significa jugar siguiendo las reglas, seguir los turnos, compartir y escuchar lo que dicen los demás. Las personas justas no se aprovechan de los otros, no “hacen trampas” para tener ventaja sobre otras. Antes de decidir toman en consideración a todos y no culpan a otros por algo que ellos no hicieron.

Los niños desde pequeños, se vuelven muy sensibles con respecto a asuntos de justicia, sobre todo cuando se refiere a algo que les afecta personalmente. Para algunos niños, justicia es simplemente tener lo que desean, y hemos de asegurarnos de enseñarles que ser justo es importante tanto para dar como para recibir. Hacerles ver el punto de vista del otro, desarrollar en ellos la capacidad de “empatía”, puede ser muy útil para educar la virtud de la justicia.

Sobre todo hay que ser muy escrupuloso e intentar tratar siempre equitativamente a los hijos y no mostrar favoritismo.

Escuchar a los hijos denota justicia y respeto. Hemos de tener mucho cuidado de no acusar o castigar injustamente a un hijo; así como impartir un castigo demasiado severo puede resultar también injusto, según sea la conducta que queramos corregir.

Educar la Templanza

Cuando hablamos de las virtudes -no sólo de estas cardinales, sino de todas o de cualquiera de las virtudes-, debemos tener siempre ante los ojos al hombre real, al hombre concreto. La virtud no es algo abstracto, distanciado de la vida, sino que, por el contrario, tiene "raíces" profundas en la vida misma, brota de ella y la configura. La virtud incide en la vida del hombre, en sus acciones y en su comportamiento. De lo que se deduce que, en todas estas reflexiones nuestras, no hablamos tanto de la virtud cuanto del hombre que vive y actúa "virtuosamente"; hablamos del hombre prudente, justo, valiente, y por fin, ahora hablamos del hombre "moderado", “templado”, o también "sobrio".

Todos estos atributos o, más bien, actitudes del hombre, provienen de cada una de las virtudes cardinales y están relacionadas mutuamente. Por tanto, no se puede ser hombre verdaderamente prudente, ni auténticamente justo, ni realmente fuerte, si no se posee asimismo la virtud de la templanza. Se puede decir que esta virtud condiciona indirectamente a todas las otras virtudes; pero se debe decir también que todas las otras virtudes son indispensables para que el hombre pueda ser "moderado", “templado” o "sobrio".

La templanza es la virtud que modera y ordena la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos.

La templanza implica diferentes virtudes como son: la castidad, la sobriedad, la humildad y la mansedumbre.

Puede ser definida como el hábito recto que permite que el hombre pueda dominar sus apetitos naturales de placeres de los sentidos de acuerdo a la norma prescrita por la razón. En cierto sentido, la templanza puede ser considerada como una característica de todas las virtudes morales, pues la moderación que ella trae aparejada es central para cada una de ellas. También santo Tomás (II-II:141:2) la considera una virtud especial.

La virtud de la templanza hace que el cuerpo y nuestros sentidos encuentren el puesto exacto que les corresponde en nuestro ser humano. El hombre moderado es el que es dueño de sí. Aquel en el que las pasiones no predominan sobre la razón, la voluntad e incluso el "corazón". Si esto es así, nos damos cuenta fácilmente del valor tan fundamental y radical que tiene la virtud de la templanza. Esta resulta nada menos que indispensable para que el hombre "sea" plenamente hombre. Basta ver a alguien que ha llegado a ser "víctima" de las pasiones que lo arrastran, renunciando por sí mismo al uso de la razón (como, por ejemplo, un alcoholizado, un drogado), y comprobamos claramente que "ser hombre" quiere decir respetar la propia dignidad y, por ello y además de otras cosas, dejarse guiar por la virtud de la templanza.

Nuestra meta es ayudar a nuestros hijos a conseguir una virtud que les será muy útil a lo largo de su vida, ya que vivir la templanza les ayudara a dominar sus impulsos, pasiones, y apetitos a través de su voluntad.

También debemos lograr que se conozcan mejor a si mismos y de esta manera aprendan a utilizar adecuadamente cada aspecto, sentimiento y deseo de su cuerpo.

Que se autodeterminen libremente hacia su fin último, que es Dios.

Nos interesa fomentar la virtud de la templanza:

- Porque las personas templadas son más libres, y por lo tanto más felices.

- Porque la falta de templanza genera vicios entre los cuales se distinguen los pecados capitales.

- Porque se llega a ser feliz y se alcanzan metas insospechadas, cuando uno mismo es dueño de sus actos.

- Porque la templanza se apoya en la humildad, la sobriedad, mansedumbre y la castidad, virtudes necesarias para imitar a Jesús.

- Porque somos seres racionales que debemos ordenar nuestras pasiones hacia nuestro fin para ser realmente felices.

- Porque toda actitud iracunda y descompuesta es claro indicio de que, en lugar de dominar la situación, somos su víctima.

Vivir la templanza significa:

- Esforzarse diariamente por ser mejor.

- No ceder ante los gustos, deseos o caprichos que pueden dañar mi amistad con Dios.

- Estar alegre al saber que puedo dominarme y ser mejor.

- Ser dueño de sí mismo, del propio actuar.

- Congruente con lo que pienso, digo y hago.

- No justificarse ni dar falsos pretextos.

- Conocer las propias debilidades y evitar caer en circunstancias que pongan en peligro mi voluntad.

- Vencer el deseo del placer y la comodidad por amor y con inteligencia.

- La persona moderada orienta y ordena hacia el bien sus apetitos sensibles, no se deja arrastrar por sus pasiones

¿Qué facilita la vivencia de esta virtud?

- La humildad que le ayuda a reconocer sus propias insuficiencias y cualidades y aprovecharlas sin llamar la atención.

- La sobriedad que le ayuda a distinguir entre lo que es razonable y lo que es inmoderado y le ayuda a utilizar adecuadamente sus sentidos, sus esfuerzos, su dinero, etc. de acuerdo a criterios rectos y verdaderos.

- La castidad que le ayuda a reconocer el valor de su intimidad y a respetarse a si mismo y a los demás.

- La mansedumbre que le ayuda a vencer la ira y a soportar molestias con serenidad.

- El conocimiento de las propias debilidades.

- La formación de una conciencia recta y delicada.

- El avance de la capacidad moral que ayuda a distinguir entre lo realmente necesario y los caprichos.

- El diálogo en familia que le ayude a comprender mejor la forma en que se debe actuar ante las diferentes situaciones.

- El conocimiento de los propios dones y capacidades.

- El hacer sacrificios y mortificaciones por Dios y los demás.

- Carácter reflexivo que le invita a pensar antes de dejarse llevar pos sus emociones deseos o pasiones.

¿Qué dificulta la vivencia de esta virtud?

- La sociedad materialista y utilitaria que nos lleva a conseguir todo lo que deseamos.

- El egoísmo.

- El permisivismo que nos deja actuar pasando sobre los derechos de los demás.

- El deseo de comodidad que nos lleva a buscar una vida fácil y sin compromiso.

- Falta de conocimiento de las propias debilidades.

- No encontrar a Dios como Fin ultimo de nuestra vida.

- No contar con la virtud de la Fortaleza. Fuerza de voluntad.

- Egoísmo que lleva a querer tener y hacer de todo, sin pensar que eso no es lo mejor para la propia naturaleza.

- El desorden que me impide distinguir entre lo realmente necesario y lo superficial y evita que ordenemos rectamente las pasiones a la voluntad.

- Clima de nerviosismo que lleva a desahogar la tensión a través del exceso en ciertos aspectos.

- Conciencia laxa, permisiva, o mal formada

Cómo educar la virtud de la templanza a nuestros hijos en casa.

1. Ayudarlos a reconocer sus sentimientos y a reflexionar en las razones por las cuales se siente así.

2. No sobreprotegerlos, no darles todo lo que piden, ni consentirlos en exceso.

3. Que ofrezcan pequeñas mortificaciones o sacrificios por el bien de alguno de la familia, por un amigo, por Dios.

4. Establecer horarios para comer, dormir, etc. y respetarlos, si no se cumplen imponer un castigo que implique sacrificio o renuncia.

5. Ayudarles a dar las gracias por todo lo que tienen y a aprovechar sus cualidades para ser mejores cada día.

6. No permitir justificaciones o pretextos al incumplir con sus responsabilidades.

7. Evitar el exceso de comodidades en la casa.

8. Enseñarles a expresarse correctamente de los demás y a moderar su vocabulario. No permitir malas palabras o frases insultantes o burlonas hacia los demás.

9. Enseñarles a vestirse adecuadamente, respetándose a si mismos y a los demás. Enseñarles el significado de la verdadera elegancia.

10. Enseñarles desde pequeños a moderarse en la comida y en la bebida, no permitirles excesos.

Educar la Fe

Educar no es fácil y cuando nos planteamos educar en la fe, el asunto todavía se complica más. Pero también depende de la perspectiva que adoptemos.

Cuando los padres queremos educar a nuestros hijos en el seguimiento de Jesús, quizás tengamos una cierta ventaja porque partimos de una orientación de fondo que nos permite hacer un planteamiento educativo sobre qué queremos transmitir a nuestros hijos. Pero los padres sabemos por experiencia que, a menudo, aquello que hacemos y vivimos es más referencia para nuestros hijos que aquello que les decimos y, por lo tanto, es importante mirar cómo vivimos: aquí tiene un gran peso la coherencia. En definitiva, educamos por lo que somos, no por lo que decimos. Por ello, tenemos que procurar que se vaya poniendo de manifiesto nuestra orientación de fondo. Aunque a veces tengamos que reconocer que las situaciones en que nos hallamos parecen frágiles o contradictorias.

Esto también significa que todo lo que vive el niño en casa está impregnado de un estilo y de una manera de hacer, lo que incluye unos valores que favorecen el propio crecimiento personal, el respeto a los demás y la apertura a lo trascendente.

Es cierto que una cosa es una declaración de principios y otra cómo se va haciendo todo esto en el día a día. No podemos caer en la tentación de buscar recetas que funcionen de manera mágica. Las referencias y la experiencia tienen que estar dentro de cada uno, porque las referencias externas en el ámbito religioso son cada vez más escasas y, seguramente, menos susceptibles de generalización. Se está produciendo un cambio profundo y la iglesia de nuestros hijos, cuando sean adultos, será fruto de la iglesia que hayamos sido capaces de construir.

El gran reto que tenemos como padres es plantearnos seriamente qué queremos transmitir a nuestros hijos, qué es lo que consideramos irrenunciable para que lleguen a ser personas en el sentido pleno de la palabra, personas que sean portadoras de amor, del amor que Jesús nos enseñó.

Si decimos que queremos educar en el seguimiento de Jesús, seguimiento personal y creativo y no una simple imitación o repetición de la vida de Jesús, significa que, por un lado, nuestra vida como padres también quiere estar orientada y ser vivida desde esta perspectiva y que quiere responder a una voluntad de transformación humanizadora de nuestra realidad concreta y cercana. Significa que nosotros, los padres, somos un referente cristiano para nuestros hijos.

La fe es un don. No podemos tener garantías de que nuestros hijos tendrán fe, ni forzarlos a tenerla. Lo que sí podemos hacer es favorecer un entorno que sea propicio para que puedan recibir este don y educar en ellos la sensibilidad para que lo puedan acoger. Existen una serie de aspectos que favorecen la apertura a lo trascendente. Es difícil vivir la experiencia de un Dios amoroso para quien no ha vivido en su vida personal este amor. Es difícil abrirse a la vida del Espíritu si uno vive sólo en un contexto materialista o racionalista: una persona no dará importancia al sentido que tienen las cosas que hace, si no la han educado en la capacidad de reflexión y de interiorización. Es difícil sentirse atraído por los valores del Evangelio si uno no vive en un contexto que los haga naturales para la persona, etc. Por ello, todo lo que se haga para asegurar estos elementos previos facilitará que la semilla de la fe crezca y se desarrolle.

Ante la equivocada creencia de que educar a los hijos en la fe es algo que coarta su libertad, que les “obliga” a tener unos principios religiosos y morales que quizás no quieran continuar en su vida adulta, podemos afirmar que no educar a los hijos en la fe es condenarlos al ateísmo, es obligarles a vivir en la falta de esos valores religiosos y morales sin darles opción a elegir libremente. Sólo si conocen lo que es vivir una vida de piedad y de fe, podrán en un futuro decidir libre y responsablemente si quieren asumir esos valores en su vida personal o no.

La vida familiar está llena de momentos significativos que pueden estimular y hacer presente la experiencia cristiana. Situaciones que nos permiten trabajar:

• La confianza en Dios y en los otros.

• La honestidad.

• La verdad.

• El perdón.

• No hacer trampas.

• Ponerse en el lugar del otro.

Los padres de familia, antes que nadie, son los verdaderos protagonistas de la educación cristiana de sus hijos. Por lo tanto, es necesario que las primeras prácticas religiosas que se enseñan a los hijos reúnan dos condiciones: que sean fruto de una piedad sincera por parte de los padres y que estén adecuadas a la capacidad y edad del niño.

Una de las primeras actitudes que hay que despertar en el niño es la confianza en Dios. Esto se logrará cuando los padres reflejan en los hijos su confianza en el Todo Poderoso ante los pequeños y grandes sucesos de la vida ordinaria.

Algunas pautas que nos pueden orientar en la educación en la fe de nuestros hijos pueden ser:

1. Mostrar a Dios como padre amoroso.

2. Cuidar que las devociones y actos de piedad, desde pequeños, tengan un contenido teológico que van entendiendo poco a poco.

3. Enseñar a rezar, pero explicar también a quién se reza y por qué se reza.

4. No abandonar nunca el "seguimiento" de los niños en las oraciones diarias, tales como las plegarias al acostarse y al despertarse.

5. Que el rezo en familia se haga con respeto. Cuidar las posturas. No es lo mismo rezar que jugar o ver la tele. La actitud debe ser otra.

6. Explicarles desde pequeños el significado de las distintas fiestas litúrgicas.

7. Ayudarles cuando llegan a los 11-13 años a superar los respetos humanos, la vergüenza a que les vean rezar.

8. Hacerles notar que la piedad se debe mostrar en la conducta de todo el día. Rezar y mal comportamiento no deben ir juntos.

9. Animar a ofrecer a Dios las clases y las tareas. Es otra forma de hacer oración.

10. Enseñarles a encomendarse a su Ángel de la Guarda y tenerlo por compañero de vida en todo momento.

11. Aprender a dar gracias por lo que hemos recibido y por lo que recibimos cada día.

12. Aprender a pensar en los demás antes que en uno mismo y a tratar a los demás como queremos que nos traten a nosotros.

Un paso más es encontrar momentos de oración personal y en familia, momentos como el de bendecir la mesa, guardar un momento del día para rezar el rosario en familia, leer y comentar la Palabra de Dios para cada día… etc. El hecho de ir a Misa y participar en las celebraciones de la comunidad, seguir los ciclos litúrgicos con todo su simbolismo, especialmente Navidad y Pascua, nos ayuda a encontrar el sentido de celebrar y compartir. Tenemos que encontrar espacios eclesiales a la medida de los niños, donde se sientan a gusto.

En concreto, dos momentos esenciales para educar en la fe a nuestros hijos pueden ser la Eucaristía del domingo y el rezo del rosario en familia.

La Misa Dominical, una ocasión especial

Acudir en familia a la Santa Misa debe convertirse en una de las ocasiones más importantes de la semana. Debemos hacer de este momento algo especial; es la oportunidad para darle gracias a Dios por la semana que ha pasado y pedirle por la que vendrá. Es una ocasión tan importante, que merece vestirse bien para alabar a nuestro Padre por todas sus bondades.

Si los hijos son pequeños, es bueno ir explicándoles, poco a poco, los fines y las partes de la liturgia de la Misa para que se acostumbren y aprendan a valorarla. Si no llevamos a nuestros hijos pequeños a la Eucaristía del domingo, por temor a que enreden o hagan ruido, cuando vayan creciendo nos será mucho más difícil pretender que nos acompañen. Hay que intentar controlar su comportamiento en la Iglesia, pero no apartarlos de ella porque su edad les impida participar como es debido. La Gracia de Dios está presente en cada Eucaristía y siempre tiene efecto sobre el alma de nuestros hijos, por pequeños que sean.

Debemos cuidar especialmente la compostura en la Iglesia. Hay que hacer notar a los hijos que el Señor está real y verdaderamente presente. Es importante también preocuparse de que los niños guarden el ayuno eucarístico.

Cuando ya han hecho la Primera Comunión, es importante enseñarles a prepararse para ir a comulgar, con actos de contrición y de amor de Dios, y a dar gracias después de la comunión. Permanecer dando gracias un rato, ya que el Señor está todavía dentro de nosotros realmente. Como siempre, el ejemplo es fundamental.

El Rosario en familia

El rezo del Santo Rosario en familia es una forma eficaz de fomentar la piedad en los niños. Es esa media hora del día en la que toda la familia deja a un lado sus labores cotidianas y se recoge en torno a la oración.

Se debe buscar la manera, sin ahorrarse sacrificios, de rezar el Rosario en familia. Para encontrar el momento apropiado es bueno organizar horas para el estudio, para el descanso y la tertulia, para comer y por supuesto, para el rezo del Rosario.

Una forma de hacer de este momento algo atractivo para los más pequeños, es invitarlos a rezar algunos misterios, de acuerdo con su edad y contarles brevemente la historia de cada misterio, invitándoles a que lo ofrezcan por alguna intención particular.

Podemos compartir la formación religiosa de la catequesis o de la escuela. Pero no podemos pretender que nadie nos sustituya en lo que se refiere a la experiencia religiosa y la expresión litúrgica. Nuestros hijos han de ver en nosotros signos de esta voluntad de seguimiento de Jesús, de esta voluntad de formar comunidad, han de vernos rezar, han de vernos participar en las celebraciones, han de vernos comprometidos.

Por otro lado, los niños, a medida que crecen, van exigiendo más respuestas y más explicaciones que, a menudo, nos resultan difíciles. El diálogo con otros padres, la asistencia a charlas y la lectura de algún libro, además del propio camino de fe, nos puede ayudar a encontrar las respuestas adecuadas para nuestro hijo.

Debemos buscar ayudas en la educación en la fe de nuestros hijos, como pertenecer a una Asociación o Movimiento de Apostolado Familiar que haga que nuestros hijos compartan con otros niños y adolescentes, con otras familias, la fe que vivimos y queremos educar. Cuando la influencia que los padres podemos ejercer en vida de nuestros hijos se reduce o se minimiza, sobre todo en la adolescencia, es el momento de favorecer entornos juveniles donde se continúe la vivencia de la fe que hemos iniciado en la familia.

Educar sobre la fe, en la fe y con fe

Para concretar lo dicho distingamos los siguientes tres aspectos de la educación. Importa comprender bien la relación entre ellos para cultivarlos armónicamente, ya que los niños perciben con gran lucidez la coherencia de vida en el educador.

● Educar sobre la fe: quiere decir enseñar los rudimentos del dogma y la moral, haciéndolo de modo acomodado a la edad y circunstancias. Se requiere, como sabemos, buena dosis de imaginación, paciencia, sentido del humor, etc, pero también —no lo olvidemos— el hábito escuchar a los pequeños y tomarlos rigurosamente en serio.

● Educar en la fe significa vivir lo que creemos, encarnar lo que profesamos, demostrar que recurrimos a la Gracia de Dios habitualmente y que la celebramos con gozo. Las manifestaciones son muy diversas: asistir a Misa juntos, confesarnos, rezar en familia alguna oración, por ejemplo el ángelus, decorar las habitaciones con imágenes de Nuestra Señora, etc. La fe debe ser ambiente que se respira y nunca formalidad muerta.

● Educar con fe significa creer en las personas: en primer lugar en Nuestro Señor, lógicamente, pero también en aquellos a quienes queremos educar. Necesitamos creer que ese niño al que hablamos madurará, entenderá, se superará, se sacará de dentro a esa persona maravillosa que promete ser, llegará a ser el que Dios quiere, es decir santo. Y también hemos de creer en nosotros mismos, en que Dios obrará a través de nosotros si le somos dóciles, que hará milagros a pesar de nuestros pecados, que seremos instrumento e imagen de su Hijo si nos fiamos de Él.

Educar la Esperanza

La virtud teologal de la esperanza se define como "hábito sobrenatural infundido por Dios en la voluntad, por el cual confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para llegar a ella, apoyados en el auxilio omnipotente de Dios".

De la definición se deducen las propiedades de esta virtud:

a) Es sobrenatural, por ser infundida en el alma por Dios (cfr. Rom 15,v.13; 1v.Cor v.13,v.13), y porque su objeto es Dios que trasciende cualquier exigencia o fuerza natural. El Concilio de Trento afirma que en la justificación viene infundida la esperanza, junto con la fe y la caridad.

b) Se ordena primariamente a Dios, bien supremo, y secundariamente a otros bienes necesarios o convenientes para llegar a El (cfr. Mt 6,33);

c) Es una disposición activa y eficaz, que lleva a poner los medios para alcanzar el fin; no es mera pasividad;

d) Es actitud firme, inquebrantable, porque se funda en la promesa divina de salvación (cfr. Rom 8,35; Philp 4,13); ni siquiera la pérdida de la gracia santificante puede quitar la esperanza (Santo Tomás).

Un elemento de la esperanza es la confianza: en el auxilio divino, seguro de que Dios da los medios para alcanzar la vida eterna.

No basta la fe ni basta la caridad; es necesario que Dios nos dé también la seguridad de alcanzarle. Esta virtud lleva a buscar efectivamente los medios de salvación y a superar los obstáculos. Además, nadie se salva sin la gracia.

La fe y la esperanza están unidas entre sí a través de la común actividad de la inteligencia y de la voluntad: las dos se apoyan en la Palabra de Dios, las dos tienden al bien particular del hombre, las dos se viven en el tiempo; pero se distinguen esencialmente:

1) Por su actividad: la fe es formalmente acto del entendimiento, la esperanza lo es de la voluntad.

2) Por su objeto: la fe se fija en Dios en cuanto Verdad, la esperanza en Dios en cuanto Bondad no poseída (cfr. S.Th. II-II, q. 17, a. 6).

3) Por la certeza del acto, que aunque en las dos es absoluta (en cuanto entrega incondicionada a la Verdad y Fidelidad divinas), sin embargo, en la esperanza no se tiene "infalibilidad" de conseguir la salvación. Precisamente el error de Lutero fue ver, en esa certeza infalible de la salvación personal, la esencia de la fe justificante, identificando ambas virtudes. Por eso Trento definió que "acerca del don de la perseverancia... nadie se prometa nada cierto con absoluta certeza, aunque todos deben colocar y poner en el auxilio de Dios la más firme esperanza" (Dz-Sch 1541). Por lo demás ésa es la enseñanza de la Sagrada Escritura que afirma la voluntad salvífica universal de Dios, pero pone condiciones morales para la eficacia de la redención y habla también de la posibilidad del pecado y de la condenación (cfr. Philp 2,v.12; 1v.Cor 4,v.4; 10,v.12; etc.).

La virtud de la esperanza se opone a las concepciones materialistas (marxismo, teología de la liberación) que ponen la esperanza en una perfección intramundana o en un progreso material. La esperanza cristiana corresponde al anhelo de felicidad del hombre (asume la esperanza humana y la eleva). Se trata de una esperanza escatológica (la gloria futura en el cielo) que no merma la importancia de lo temporal, sino que le da su pleno sentido y perfección (este mundo se ordena a los "nuevos cielos y a la tierra nueva", al Reino de Dios; cfr LG 48).

Pecados contra la esperanza pueden ser:

DESESPERACIÓN: alejamiento voluntario de la felicidad eterna, que se juzga imposible de alcanzar. La desesperación quita el freno al vicio, cierra las puertas al arrepentimiento y a la gracia, rechazando o desconfiando de la misericordia divina. La Sagrada Escritura lo llama "pecado grave contra el Espíritu Santo". Por la desesperación, el hombre deja de esperar de Dios su salvación personal, el auxilio para llegar a ella o el perdón de sus pecados. Se opone a la Bondad de Dios, a su Justicia y a su Misericordia.

PRESUNCIÓN: esperar de Dios cosas que no ha prometido o medios que no ha previsto para nuestra salvación. Hay dos clases de presunción: O bien el hombre presume de sus capacidades (esperando poder salvarse sin la ayuda de lo alto), o bien presume de la omnipotencia o de la misericordia divina, (esperando obtener su perdón sin conversión y la gloria sin mérito).

El Catecismo de la Iglesia nos enseña en el numeral 2090: “Cuando Dios se revela y llama al hombre, éste no puede responder plenamente al amor divino por sus propias fuerzas. Debe esperar que Dios le dé la capacidad de devolverle el amor y de obrar conforme a los mandamientos de la caridad. La esperanza es aguardar confiadamente la bendición divina y la bienaventurada visión de Dios; es también el temor de ofender el amor de Dios y de provocar su castigo”.

La virtud de la esperanza protege del desaliento, sostiene en todo desfallecimiento, dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad. Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: "Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación" (1 Tesalonicenses 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba misma: "Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación" (Romanos 12,12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.

Santa Teresa de Jesús decía: "Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve, largo. Mira que mientras mas peleares, mas mostrarás el amor que tienes a tu Dios y mas te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin" (S. Teresa de Jesús, excl. 15, 3).

Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cf Rm 8, 28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7, 21). En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, ‘perseverar hasta el fin’ (cf Mt 10, 22; cf Cc. Trento: DS 1541) y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que ‘todos los hombres se salven’ (1Tm 2, 4). Espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo.

Cómo educar la Esperanza:

Para educar cristianamente a nuestros hijos, los padres debemos ser educadores esperanzados, es decir educar con esperanza y educar la virtud de la esperanza en nuestros hijos. Y esto de varias maneras:

1. Estando atentos a "los signos de los tiempos", para responder con una postura activa desde el Evangelio a los retos de la educación. El Concilio Vaticano II, en la Gaudium et Spes, nos recuerda que: "es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura" (nº 4). Esa es misión también de los padres como educadores cristianos.

2. Siendo realistas y comprometidos. A los padres se nos pide realismo porque la educación de nuestros hijos no acontece en el vacío. Los valores siempre se transmiten en una familia, en una sociedad, con un entramado de experiencias ambientales, históricas y culturales que hacen de filtro y rémora o de trampolín e impulso para la tarea de educar. El realismo así, lejos de ser pesimismo, debe de ser el resorte necesario para implicarse y vivir la tarea cotidiana sin evasión, con vocación, como misión.

3. Esperanzados y perseverantes. Los padres y educadores cristianos caminamos "entre el realismo y el ideal". Entre el "ya" y el "todavía no". Tras todo ideal de existencia late un deseo de conversión y renovación personal y social que aguarda y procura la coyuntura propicia para hacerse realidad. Tras el ideal del educador cristiano están la esperanza en el Reino de Dios, que no defrauda, que camina hacia su plenitud y un día alumbrará un mundo nuevo y una humanidad nueva victoriosa sobre el pecado y sobre la muerte; está la propuesta de las bienaventuranzas como promesa de felicidad y forma eminente y fecunda de compromiso moral y social; está la persona de Jesús, su mensaje, su vida, su muerte y su Resurrección: realización plena del plan salvador de Dios sobre el hombre; fuente, norma y paradigma último de toda educación.

4. Con la esperanza que nace de la fe. La juventud hoy pide razones para creer y razones para esperar; pero necesita sobre todo ver en sus padres y educadores signos y testigos de esperanza. Un educador con esperanza es un indicador fiable para el camino y el sentido de la vida; un educador sin esperanza deja de ser educador. Educar con esperanza, desde la esperanza y para la esperanza es, en los tiempos que corren, una inestimable aportación. Esta esperanza se aviva mirando al mundo y a la humanidad con los ojos limpios de la fe y el gozo teologal del amor cristiano, que es el que nace de la certeza de que Dios ama al ser humano y de que nuestra historia es una historia de salvación. Y se proyecta en ser "luz del mundo", "sal de la tierra", "fermento en la masa", "ciudad sobre el monte"...; basta haber descubierto y acogido el don del Reino de Cristo para que la vida toda del creyente comience a iluminar, a irradiar, a sazonar y a transformar el mundo en que le toca vivir.

Educar la Caridad

Qué es la Caridad

Caridad es la virtud sobrenatural infusa por la que la persona puede amar a Dios sobre todas las cosas, por El mismo, y amar al prójimo por amor a Dios. Es una virtud basada en fe divina o en creer en la verdad de la revelación de Dios. Es conferida solo por gracia divina. No es adquirida por el mero esfuerzo humano. Porque es infundida con la gracia santificante, frecuentemente se identifica con el estado de gracia. Por lo tanto, quien ha perdido la virtud sobrenatural de la caridad ha perdido el estado de gracia, aunque aun posea las virtudes de esperanza y caridad.

Caridad - no significa ante todo el acto o el sentimiento benéfico, sino el don espiritual, el amor de Dios que el Espíritu Santo infunde en el corazón humano y que lleva a entregarse a su vez al mismo Dios y al prójimo (Benedicto XVI).

Caridad es nuestra respuesta al amor de Dios. Dios nos amó primero y reveló su gloria. El primer mandamiento nos ordena amar a Dios sobre todas las cosas y a las criaturas por Él y a causa de É - Jesús. La caridad es la virtud más excelente de todas por ser la primera de las teologales, que son las virtudes supremas. Cuando se viven de verdad, todas las virtudes están animadas e inspiradas por la caridad. Como dice San Pablo, la caridad es "vínculo de perfección" (Colosenses 3,14), la forma de todas las virtudes. enseña que en esto se resume toda la ley.

Es una virtud en la que su objeto material está dividido (Dios, nosotros, prójimo) y el objeto formal es único: la Bondad de Dios.

Si el motivo del amor no es Dios nos salimos del ámbito de la caridad (entramos en filantropía...). Esta infundida por Dios y no puede ser alcanzada por las propias fuerzas naturales.

El amor a Dios ha de ser el motivo de todos los demás amores, y ha de prevalecer sobre ellos, a Dios se le ama por sí mismo por ser nuestro último fin. A nosotros y a los demás deberá ser por Dios para que haya autentica Caridad.

La caridad vivifica y da forma a todas las demás virtudes y actos de la vida cristiana.

La Caridad le da vida a todas las demás virtudes, pues es necesaria para que éstas se dirijan a Dios, por ejemplo, y Yo puedo ser amable, sólo con el fin de obtener una recompensa, sin embargo, con la caridad, la amabilidad, se convierten en virtudes que se practican desinteresadamente por amor a los demás. Sin la caridad, las demás virtudes están como muertas. La caridad no termina con nuestra vida terrena, en la vida eterna viviremos continuamente la caridad. San Pablo nos lo menciona en 1 Cor. 13, 13; y 13, 87.

Al hablar de la caridad, hay que hablar del amor. El amor “no es un sentimiento bonito” o la carga romántica de la vida. El amor es buscar el bien del otro.

Existen dos tipos de amor:

- Amor desinteresado (o de benevolencia): desear y hacer el bien del otro aunque no proporcione ningún beneficio, porque se desea lo mejor para el otro.

- Interesado: amar al otro por los beneficios que esperamos obtener.

¿Qué es, pues, la caridad? La caridad es más que el amor. El amor es natural. La caridad es sobrenatural, algo del mundo divino. La caridad es poseer en nosotros el amor de Dios. Es amar como Dios ama, con su intensidad y con sus características. La caridad es un don de Dios que nos permite amar en medida superior a nuestras posibilidades humanas. La caridad es amar como Dios, no con la perfección que Él lo hace, pero sí con el estilo que Él tiene. A eso nos referimos cuando decimos que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, a que tenemos la capacidad de amar como Dios.

Pecados contra el amor a Dios:

El odio a Dios, que es el pecado de Satanás y de los demonios. Y se manifiesta en las blasfemias, las maldiciones, los sacrilegios, etc.

La pereza espiritual, que es cuando el hombre no le encuentra el gusto a las cosas de Dios, es más las consideran aburridas y tristes. Aquí se encuentra la tibieza y la frivolidad o superficialidad.

El amor desordenado a las criaturas, que es cuando primero que Dios y su Voluntad están personas o cosas. En todo pecado grave se pierde la caridad.

El amor al prójimo

El amor al prójimo es parte de la virtud de la caridad que nos hace buscar el bien de los demás por amor a Dios.

Las características del amor al prójimo son:

- Sobrenatural: se ama a Cristo en el prójimo, por su dignidad especial como hijo de Dios.

- Universal: comprende a todos los hombres porque todos son creaturas de Dios. Como Cristo, incluso a pecadores y a los que hacen el mal.

- Ordenado: es decir, se debe amar más al que está más cerca o al que lo necesite más. Ej. A el esposo, que al hermano, al hijo enfermo que a los demás.

- Interna y externa: para que sea auténtica tiene que abarcar todos los aspectos, pensamiento, palabra y obras.

Las obras de misericordia:

La caridad si no es concreta de nada sirve, sería una falsedad. Esta caridad concreta puede ser interna, con la voluntad que nos lleva a colaborar con los demás de muchas maneras. También puede ser con la inteligencia, a través de la estima y el perdón. Otra forma concreta de caridad es la de palabra, es decir, hablar siempre bien de los demás. Y la caridad de obra que se resumen en las obras de misericordia, ya sean espirituales o materiales. Siendo las más importantes las espirituales, sin omitir las materiales. De ahí la necesidad de la corrección fraterna, el apostolado y la oración.

La corrección fraterna nos obliga a apartar al otro de lo ilícito o perjudicial. Siempre haciéndola en privado para no poner en peligro la fama del otro. El no hacerlo por cobardía, por falso respeto humano, sería una ofensa grave. Pero, siempre hay que tomar en cuenta la gravedad de la falta y la posibilidad de apartar al prójimo de su pecado.

Estamos obligados al apostolado porque cualquier bautizado debe de promover la vida cristiana y extender el Reino de Dios, llevando el Evangelio a los demás. Si yo amo a Dios, es lógico querer que los demás lo hagan también. El apostolado se desarrolla según las circunstancias de cada quien. Puede ser que en algunos casos el cambiar los pañales de un hijo sea una forma de apostolado o el escribir, o el predicar, etc.

Ahora bien, la causa y el fin de la caridad está en Dios no en la filantropía (amor a los hombres). La caridad tiene que ser siempre desinteresada, cuando hay interés siempre se cobra la factura, “hoy por ti, mañana por mí”. Obviamente tiene que ser activa y eficaz, no bastan los buenos deseos. Tiene que ser sincera, es una actitud interior. Debe ser superior a todo. En caso de que haya conflicto, primero está Dios y luego los hombres.

Pecados contra el amor al prójimo:

El odio: desearle el mal al prójimo, ya sea porque es nuestro enemigo (odio de enemistad) o porque no nos es simpático (odio por antipatía). La antipatía natural no es pecado, salvo cuando la fomentamos, es decir es voluntaria y la manifestamos en acciones concretas.

La maldición: cuando expresamos el deseo de un mal para el otro que nace de la ira o del odio.

La envidia: entristecerse o enfadarse por el bien que le sucede al otro o alegrarse del mal del otro. Es un pecado capital porque de él se derivan muchos otros: chismes, murmuraciones, odio, resentimientos, etc.

El escándalo: acción, palabra u omisión que lleva al prójimo a ocasión de pecado. Y puede ser directo cuando la intención es hacer que el otro peque o indirecto cuando no hay la intención, pero de todos modos se lleva al otro al pecado.

La cooperación en un acto malo que es participar en el pecado de otro.

Otros pecados: los altercados, riñas, vandalismo, etc.

No olvidemos que es mucho más importante la parte activa de esta virtud. Hay que aplicarse a hacer cosas concretas, no tanto en los pecados en contra. Las casas se construyen “haciendo” y no dejando de destruir. Al final seremos juzgados por lo que hicimos, por lo que amamos, no por lo que dejamos de hacer. Mt 25, 31-46

Para educar la Caridad en la familia:

El fin último es lograr que el amor sea el motor y el sentido de los actos, pensamientos y actitudes de nuestros hijos, entendiendo que la fidelidad al nuevo mandamiento de Jesús dará verdadera coherencia a nuestra vida.

Formar el corazón de nuestros niños y transformarlo de tal manera que funcione en sintonía con el Corazón de Cristo. De nada nos servirá todo lo que hagamos por ellos en otros aspectos de su desarrollo si éste no se sustenta en la capacidad de amar, vivir el bien de manera habitual y firme y atender las necesidades de los demás.

Que nuestros hijos aprendan de nuestro ejemplo la necesidad de vivir la caridad de manera efectiva y constante en cada momento de nuestra vida y sin excepciones, tratando a los demás como quisiéramos que nos trataran a nosotros. En muchas ocasiones la caridad se expresa de un modo sencillo, con gestos aparentemente triviales e intrascendentes, pero nacidos de la bondad del corazón.

Transmitir a nuestros hijos la esperanza que surge de la caridad, conscientes de que la vivencia de esta virtud es exigente porque no busca la propia satisfacción, sino ante todo el bien de las otras personas. La caridad no es una utopía, sino una posibilidad real de cambio personal y de la sociedad en general.

Ayudar a nuestros hijos a descubrir en la Eucaristía la mejor manera de fortalecer la caridad y a reconocer que nos ayuda a vivir esta virtud de manera heroica.

Ofrecerles a nuestros hijos un mundo mejor y más humano, en el que la regla de oro sea la caridad.

¿Por qué es importante fomentar la virtud de la caridad en nuestros hijos?

- Porque la caridad se vive amando. No debe ser sólo un buen deseo. “Obras son amores y no buenas razones…”

- Porque no se debe esperar a que se presenten situaciones para vivir actos espectaculares de caridad, sino vivirla de manera heroica en cada momento del día como una actitud habitual y firme. No hacer actos de caridad, sino vivir la caridad y en la caridad.

- Porque la caridad es una gran fuerza, nuestra principal arma para mejorar la sociedad, y el amor debe ser el motor de transformación, comenzando por la transformación del propio corazón.

- Porque la caridad debe dar sentido al desarrollo de los talentos, al trabajo, esfuerzo y mejoramiento personal en nuestros hijos, atendiendo a saber no tanto cuánto los desarrolla, sino porqué lo hace.

- Porque es el único mandamiento nuevo que nos da Jesucristo, y todas sus enseñanzas se derivan de él.

- Porque el amor es lo que nos debe distinguir. Seremos discípulos de Cristo en la medida del amor que nos tengamos los unos a los otros, cumpliendo la voluntad de Dios por encima de gustos, caprichos y preferencias personales.

- Porque es la gran novedad del mensaje de Jesucristo contra la antigua ley del talión y vivir cada día de acuerdo a la caridad marcará la diferencia en el mundo.

- Porque la caridad debe vivirse siempre y con todos, independientemente del grado de simpatía o amistad que tengamos con ellos.

- Porque del amor surgen el perdón y la paz.

- Porque el niño comprenderá y experimentará la capacidad de desprenderse de lo que tiene, y será capaz de sacrificarse para aliviar las penas de la gente que sufre.

- Porque el niño experimentará que el corazón que acostumbra dar amor se suaviza, purifica y crece en la capacidad de amar.

Vivir la caridad significa:

- Dar un saludo amable y trato bondadoso a los demás aunque estemos cansados o de mal humor.

- Ayudar a quien lo necesite. Estar pendiente de las necesidades de los demás antes que de las propias. Tener más tiempo para los demás que para sí mismo.

- Ser constructivo, optimista y alegre.

- Superar el propio cansancio o mal humor en el trato con los demás para no contagiárselo.

- Ser generoso con nuestro tiempo y persona ante las necesidades de los demás.

- Hablar siempre bien de los demás.

- Descubrir las cosas buenas de los demás: virtudes, cualidades y aciertos, y no fijarnos en las cosas malas o defectos.

- Nunca hablar mal ni hacer notar a otras personas lo malo de una persona. Si no tengo algo bueno que decir, mejor quedarme callado.

- Disculpar siempre y con paciencia los errores ajenos, recordando que nadie es perfecto y que nosotros también fallaremos muchas veces.

- Nunca juzgar y menos condenar a una persona, aunque objetivamente se pueda tener razón para hacerlo. Saber condenar el hecho, pero no a la persona.

- Analizar en el examen de conciencia y en la confesión si vivimos la caridad en concreto y poner los medios para vivirla o reparar el mal cometido por faltar a ella.

- Vivir el bien de manera constante; no únicamente hacer actos buenos ocasionalmente.

- Tener pensamientos, proyectos y deseos positivos que sean fuente de unidad y paz. Pensar de manera constante en cómo hacer mejor el bien.

- Ser tolerante, saber escuchar con interés lo que los demás tienen que decir. Dedicar tiempo a los otros, a pesar de restar tiempo a mi persona.

- Ser comprensivos, saber ponernos en el lugar de los demás.

- Hacer sacrificios en favor de los otros.

- Responder con amor al odio y con paz a la violencia. Actuar de manera pacífica, solucionar los problemas con actitudes positivas.

- Visitar a un enfermo o consolar a alguien que está triste.

- Rezar por los demás.

- Enseñar a los que no saben.

- Llevar el mensaje de Jesucristo a los demás.

- Corregir caritativamente al que está equivocado y cuyo error puede causarle daño a sí mismo o a otros.

- Contribuir a crear un ambiente alegre para los demás, evitando quejas y críticas.

- Tratar a los demás como quiero que me traten a mí.

- Respetar y aceptar a los otros como son, y no cómo yo quisiera que fueran.

- Perdonar de corazón y de buena manera a los que me ofenden.

- Ayudar a los demás en sus necesidades materiales. Estar pendientes de los más necesitados.

Qué facilita la vivencia de esta virtud:

- La propia naturaleza humana pues estamos hechos para amar y buscar la paz.

- El ambiente cordial, tranquilo, en donde el diálogo sea fundamental y los puntos de los demás sean respetados.

- El amor de la familia, ya que en ella se ama y se acepta de manera desinteresada a la persona como es.

- El ejemplo de amor que los padres den a sus hijos.

- Corregir con amor, buscando siempre el bien de la persona.

- La reflexión, examen de conciencia y confesión frecuente.

- La paciencia, el respeto, la comprensión.

- La sencillez.

- El ser y saberse aceptado y amado como uno es, porque permite amar a los demás como a uno mismo.

- La práctica del servicio a los demás, porque otorga satisfacciones personales que llevan a desear repetirlo.

- El esfuerzo de ponerse en el lugar del otro

- El trato siempre amable e igual con todos sin favoritismos.

- El compartir trabajos y actividades, metas y luchas porque une en torno a un objetivo común.

Qué dificulta la vivencia de esta virtud:

- El egoísmo, origen de todas las faltas a la caridad.

- Actitudes de rencor, poca capacidad de perdonar y temperamentos violentos.

- Esconder la soberbia en actitudes de caridad cuando en realidad solamente estamos pensando en nosotros mismos, nuestro bien, auto alabanza, etc.

- El afán egoísta de desarrollar al máximo nuestras cualidades pero pensando en nosotros mismos.

- El ruido tanto externo como interno que no me permite reflexionar sobre mi conducta.

- Pereza, apatía.

- Los prejuicios sociales. Actuar por el qué dirán, más que por convicción.

- Mal humor, venganza, discusión, envidia, dureza de corazón, individualismo.

- Discriminación, odio, racismo y rechazo social.

- La omisión. No ser capaces de sacrificarnos por los demás.

- El “espíritu del mundo” que hace de las demás personas meros objetos al servicio de los propios intereses.

Para promover la virtud de la caridad en casa:

1. Ayudarnos a vivir la virtud de la caridad hablando de cosas positivas y no permitiendo la crítica bajo ninguna circunstancia. Si se llega a decir algo malo de una persona, obligarse a decir tres cosas buenas de ella.

2. Acostumbrarnos a ver por las necesidades de los demás fomentando y facilitando las actitudes de servicio. Buscar maneras de servir en familia participando activa y comprometidamente en actividades de participación social o evangelización a través de las misiones, visitas a familiares enfermos, apoyo a la comunidad, etc.

3. Dedicar en familia tiempo y bienes para obras de misericordia y ayuda material a los más necesitados: hacer una alcancía familiar, privarse en familia de alguna diversión y destinar ese dinero a ayudar a otros, etc.

4. Evitar pleitos en casa, y si se dan, buscar que se disculpen y se perdonen el mismo día en que surjan. Fomentar que las dificultades se arreglen mediante el diálogo y el respeto.

5. Rezar en familia por las necesidades específicas de los demás.

6. Fomentar la alegría, que es fuente de caridad. Evitar insultos, gritos o malos modos al pedir las cosas. Cuidar los detalles de educación y amabilidad con todos los miembros de la familia o personas que vivan o trabajen con nosotros.

7. Animar a cada miembro de la familia a desarrollar al máximo sus talentos, pero siempre con la conciencia de que no debe hacerlo solamente por su bien personal, sino como una manera de vivir la caridad al poner estos dones al servicio de los demás.

8. Hacer ver y sentir a todos que se les acepta como son y que tienen muchas cualidades, nunca permitir comparaciones entre hermanos.

9. Recibir siempre con alegría a todos los que vienen a casa. Hacer que se sientan bien en ella.

10. Hacer como familia y con frecuencia un examen de conciencia para analizar cómo se vive la caridad y qué medios concretos se pueden poner para crecer en ella.

Carmina García-Valdés. Pedagoga