La Virgen María

 

 El mes de mayo no se puede quedar en la simple añoranza de nuestra niñez, en el mero recuerdo de aquellos encendidos deseos de parecernos a María, de ofrecerle las flores de los pequeños sacrificios expresión de nuestro amor, sino que hemos de avivar ese rescoldo para que se haga hermosa hoguera que caldee nuestro corazón y lo purifique, le dé la reciedumbre de una fe comprometida, encarnada en el hoy y abierta a la vida para siempre.

Presentacion ColorMaría, la joven que hubo de sentir una fuerte zozobra hasta que José la recibió e su casa; que, a causa de una ley humana, tiene que dejar su tierra y se le cumple el tiempo de dar a luz lejos de los suyos y, por si fuera poco, en el mesón no encuentra lugar adecuado para ella, y ha de cobijarse en una cueva ganado.Hemos de volver nuestros ojos hacia el Evangelio y recorrer sus páginas. Allí descubriremos a María, la muchacha de Nazaret que supo decir Sí a Dios ante el Anuncio del Ángel; que corrió presurosa a casa de su pariente Isabel, anciana, que iba a dar a luz, para ayudarla y para aprender, que prorrumpe llena de alegría en el hermoso canto del Magníficat, reconociendo la grandeza del Dios poderoso y su pequeñez.

María, madre amorosa que, recién estrenada su maternidad, en medio de la noche, protegida por José, debe de huir a Egipto para salvaguardar la vida del que se le ha dicho que será grande e hijo de de Dios.

María, la mujer israelita que, de regreso a Nazaret, vivió como cualquier madre de aquel tiempo, pero animada por su Sí sostenido a Dios: yendo a la fuente por agua, amasando el pan, hilando su propia ropa y la de José y Jesús, disponible a sus vecinas, hospitalaria con los forasteros, generosa en su pobreza, pronta a manifestar la alegría y el agradecimiento en los pequeños avatares de la vida, vuelta hacia su interior en el que meditaba todo aquello que se escapaba a su comprensión.

María, la pobre de Yahvé que cada sábado, mientras aguardaba la vuelta de su esposo y de su Hijo de la sinagoga, encendía las luces para la cena del Sabbat y que, cada año, subía puntualmente a Jerusalén en la Fiesta de la Pascua. Fiesta en la que un año se le extravió su pequeño y debió de buscarle afanosamente durante tres días.

María la madre que un día quedó sola en casa y a cuyos oídos llegaban y llegaban noticias contradictorias de su querido Hijo, al que, una tarde que volvió por el pueblo y acudió a la sinagoga como era su costumbre, estuvieron a punto de despeñarlo.

María la mujer que, un día, tuvo que ver morir al fruto de sus entrañas en medio de los atroces sufrimientos de la crucifixión y de la vergüenza más afrentosa, pero supo permanecer en pie, junto a Él, mientras tantos huían.

María, aurora de los creyentes que, al comienzo de la Iglesia, recibió el Espíritu prometido por su Hijo, cuando perseveraba en oración con los discípulos acompañándoles en la espera pentecostal.

Hoy, en este mes de mayo de 2007, queremos recordar las palabras de Pablo VI, en su Exhortación apostólica para la recta ordenación del Culto a la Santísima Virgen:

“La Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los fieles… 

  • Porque en sus condiciones concretas de vida ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios (cf Lc 1, 38). 
  • Porque acogió la Palabra y la puso en práctica. 
  • Porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio. 
  • Porque fue la primera y más perfecta discípula de Cristo”.