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En Memoria de D. Feliciano

Cuando empiezo a escribir estas líneas no sé muy bien qué forma darlas, sólo sé que, con María, quiere mi alma proclamar las grandezas del Señor, alegrarse en Dios mi Salvador, porque hace maravillas.

El martes, día 3 de junio, el Señor se llevó a su Casa del Cielo a quien aquí, en la tierra, hizo de su casa, y de muchas casas, una casa de María: Don Feliciano Gil de las Heras.

Nacido en Torresandino, en la provincia de Burgos, el 10 de agosto de 1928, se ordenó sacerdote en la capital el 21 de junio de 1952. Era Doctor en Teología y Doctor en Derecho Canónico y en Derecho Romano. Fue profesor y canónigo en Burgos y consiliario de la Acción Católica. Desde 1972 trabajaba en el Tribunal de la Rota, y fue decano del mismo entre 2000 y 2005.

Podría referir otros muchos servicios a la Iglesia y distinciones, pero él no lo daba importancia. Sabía que era el servidor fiel que hace lo mandado. Por eso, sólo quiero dar gracias al Señor por él y, en su persona, por la infinidad de sacerdotes santos que a diario entregan su vida por el pueblo de Dios.

Le conocí hace 30 años, como consiliario de la Asociación de Antiguas Alumnas Concepcionistas. Él estaba en la madurez y yo era muy joven.

Me llamó la atención la concisión, espiritualidad y, a la vez, el sentido práctico ­los pies bien asentados en la tierra­ de sus homilías, siempre versando en la Palabra de Dios proclamada.

Entre mis recuerdos personales más queridos, está una tarde, en el Cerro de los Ángeles, día de consagración de las Antiguas Alumnas Concepcionistas al Sagrado Corazón, en la que nos embarcó a mi hermana y a mí en una hermosa aventura que aún no tenía nombre, sólo una idea clara: encarnar en la vida cotidiana la Palabra de Dios, conocer esa Palabra cada vez mejor y vivirla. Poco a poco, como la semilla que crece silenciosamente, la idea primera fue consolidándose y la preparación espiritual de la primera visita de Juan Pablo II a España en 1982, que coincidió con el Centenario Teresiano, e invitaba a llevar al mundo el ambiente del claustro, convergió con otra idea: una rama seglar concepcionista. Fue precisamente por aquellas fechas cuando se fraguó el nombre: Domus Mariae. Luego, los ricos discursos y homilías, fueron dando cuerpo a nuestra espiritualidad y, el 2 de junio de 1987, Año Mariano, obtuvo su primera aprobación diocesana.

En diciembre de 1987, D. Feliciano fue invitado a predicar la Novena de la Inmaculada en la Academia Mariana de Lérida. Allí expuso la idea a un pequeño grupo y nació en aquella ciudad el primer Grupo de Domus Mariae fuera de Madrid. Grupo fecundo que dio lugar a otro en esa misma capital en el Colegio del Cor de María y, desde él, diez años después, a impulsos de una religiosa de esa Congregación que fue trasladada a Figueras, posibilitó el nacimiento de Domus Mariae en esa localidad.

Como las sendas del Señor no siempre son nuestras sendas, en el curso 1989-1990 empezaron a hacerse patentes las dificultades. Fueron tiempos difíciles en los que juntos buscamos la voluntad de Dios manifestada en la Jerarquía y Dios abrió camino.

Algo nos consolaba, era propio de la Domus Mariae sufrir la contradicción de la Casa de Nazaret, preparada con amor, y añorada en Belén y Egipto; y también, en ese ayer como en el primero, hubo un cobijo.

La aprobación de los nuevos estatutos por el Cardenal Suquia, con la forma jurídica de Asociación Pública de Fieles “Domus Mariae”, se produjo el día 4 de marzo de 1994 y, también en esta ocasión, el Viaje Apostólico a España de Juan Pablo II, en los días 12 a 17 de junio de 1993, dejaron su impronta.

Desde los primeros tiempos, D. Feliciano supo hacer un hueco en su sobrecargada y difícil tarea como Juez de la Rota y luego Decano para dedicarse a Domus Mariae. Se sometía a diario a la disciplina de escribir en un cuadernillo, como procuramos hacer todos los miembros de Domus Mariae, la frase de la Palabra de Dios, que deseaba vivir. Ante cualquier situación o acontecimiento tenía una frase bíblica que brotaba espontánea. Asistía a casi todos los Grupos semanalmente, siempre estaba disponible para escuchar los muchos problemas de aquellas personas que le habían sido confiadas. Viajó a Figueras y a Lérida incluso, a esta última ciudad, en el mes de octubre, después del primer zarpazo de la enfermedad, para animar a los Grupos de Domus Mariae que habían brotado en tierras catalanas.

Tendría mil anécdotas de su entrega, sólo citaré su visita diaria al hospital en los calurosos días de verano, hasta devolver a la fe a un hermano de uno de los miembros de Domus Mariae o el acudir ­ya no muy boyante de salud­ a altas horas de la noche o de madrugada, para administrar la Unción de Enfermos a familiares de Domus Mariae.

Otra faceta, tal vez desconocida para muchos, era su gusto por la poesía en la que volcaba su espiritualidad.

En su última enfermedad, mantuvo el humor. Decía que el día de su muerte quería que el Señor le encontrase con la misma sonrisa y el Señor se lo concedió.

Cuando le visitábamos en el hospital, nos recordaba la Palabra de Dios que había elegido para vivir. Incluso cuando ya no tenía fuerzas para escribir.

En esos últimos días veló por Domus Maria, para que, cuando el faltase, no quedase sin los apoyos que con él había tenido.


Amaba la vida, pero aceptaba la muerte con una entereza impresionante. Y, cuando ya ni siquiera podía hablar, estrechaba en su mano de continuo el crucifijo. No podré olvidar el momento en el que, con gran esfuerzo, dada su debilidad, me lo mostró en la víspera de su muerte. Lo besé y se lo di a besar, musitó algo, Dios sabrá el qué. Yo sólo sé que ese recuerdo me llena de Paz y que, en mi corazón, anida una gran esperanza: María ­como él nos decía­ le habrá abierto las Puertas de la Casa del Padre al que, aquí, le abrió las puertas de su Casa de la Tierra y nos enseñó a tantos a construir en nuestro corazón, en nuestra familia y en nuestros ambientes una Casa de María en la que la Palabra de Dios, el mismo Jesús, sea el centro y motor del cotidiano vivir. Estoy, también, “firmemente convencida de que quien inició en nosotros la obra buena la irá consumando hasta el día de Cristo Jesús” (Cfr. Fp 1, 6), si somos fieles.

Mª. de la Soledad Cosmen García

- Presidenta de la Asociación Pública de Fieles “Domus Mariae” -

D Feliciano


Todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes…, pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca. (Mt 7, 24-25)