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La Eucaristía


El miércoles 8 de noviembre, el Papa Francisco comenzó un nuevo ciclo de catequesis con las que quería hacernos “crecer en el conocimiento del gran don que Dios nos ha donado en la eucaristía”, y añadía: “Quisiera redescubrir junto a vosotros la belleza que se esconde en la celebración eucarística, y que, una vez desvelada, da pleno sentido a la vida de cada uno.”

En este artículo recogemos entresacados de las catequesis del Papa.

 

El valor de la Eucaristía y la importancia de comprenderla

Es fundamental para nosotros cristianos comprender bien el valor y el significado de la Santa Misa, para vivir cada vez más plenamente nuestra relación con Dios. […]

No podemos olvidar el gran número de cristianos que, en el mundo entero, en dos mil años de historia, han resistido hasta la muerte por defender la Eucaristía; y cuántos, todavía hoy, arriesgan la vida para participar en la misa dominical. […]

Un testimonio que nos interpela a todos y pide una respuesta sobre qué significa para cada uno de nosotros participar en el sacrificio de la Misa y acercarnos a la mesa del Señor. ¿Estamos buscando esa fuente que «fluye agua viva» para la vida eterna, que hace de nuestra vida un sacrificio espiritual de alabanza y de agradecimiento y hace de nosotros un solo cuerpo con Cristo? Este es el sentido más profundo de la santa Eucaristía, que significa «agradecimiento»: agradecimiento a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo que nos atrae y nos transforma en su comunión de amor. […]

La Eucaristía es un suceso maravilloso en el cual Jesucristo, nuestra vida, se hace presente. Participar en la Misa «es vivir otra vez la pasión y la muerte redentora del Señor. Es una teofanía: el Señor se hace presente en el altar para ser ofrecido al Padre por la salvación del mundo» (Homilía en la Santa Misa, Casa S. Marta, 10 de febrero de 2014). El Señor está ahí con nosotros, presente. Muchas veces nosotros vamos ahí, miramos las cosas, hablamos entre nosotros mientras el sacerdote celebra la Eucaristía... y no celebramos cerca de Él. ¡Pero es el Señor! […] Cuando tú vas a misa, ¡ahí está el Señor! Y tú estás distraído. ¡Es el Señor! Debemos pensar en esto. […] Participar en la misa es vivir otra vez la pasión y la muerte redentora del Señor. […] La Misa no es un espectáculo. […]

Es muy importante volver a los fundamentos, redescubrir lo que es esencial, a través de aquello que se toca y se ve en la celebración de los sacramentos.

Audiencia General 8/XI/2017

 

Encuentro de amor con el Señor para el que necesitamos silencio

Para comprender la belleza de la celebración eucarística deseo empezar con un aspecto muy sencillo: la Misa es oración, es más, es la oración por excelencia, la más alta, la más sublime, y el mismo tiempo la más «concreta». De hecho es el encuentro de amor con Dios mediante su Palabra y el Cuerpo y Sangre de Jesús. Es un encuentro con el Señor.

[…]

Rezar, como todo verdadero diálogo, es también saber permanecer en silencio—en los diálogos hay momentos de silencio—, en silencio junto a Jesús. Y cuando nosotros vamos a Misa, quizá llegamos cinco minutos antes y empezamos a hablar con este que está a nuestro lado. Pero no es el momento de hablar: es el momento del silencio para prepararnos al diálogo. Es el momento de recogerse en el corazón para prepararse al encuentro con Jesús. ¡El silencio es muy importante! Recordad lo que dije la semana pasada: no vamos a un espectáculo, vamos al encuentro con el Señor y el silencio nos prepara y nos acompaña. Permaneced en silencio junto a Jesús. Y del misterioso silencio de Dios brota su Palabra que resuena en nuestro corazón. Jesús mismo nos enseña cómo es realmente posible «estar» con el Padre y nos lo demuestra con su oración. Los Evangelios nos muestran a Jesús que se retira en lugares apartados a rezar; los discípulos, viendo esta íntima relación con el Padre, sienten el deseo de poder participar, y le preguntan: «Señor, enséñanos a orar» (Lucas 11, 1). […] Si yo no soy capaz de decir «Padre» a Dios, no soy capaz de rezar. Tenemos que aprender a decir «Padre», es decir ponerse en la presencia con confianza filial. Pero para poder aprender, es necesario reconocer humildemente que necesitamos ser instruidos, y decir con sencillez: Señor, enséñame a rezar.

[…] Esta es la primera actitud: confianza y confidencia, como el niño hacia los padres; saber que Dios se acuerda de ti, cuida de ti, de ti, de mí, de todos.

La segunda predisposición, también propia de los niños, es dejarse sorprender. […] Para entrar en el Reino de los cielos es necesario dejarse maravillar. En nuestra relación con el Señor, en la oración —pregunto— ¿nos dejamos maravillar o pensamos que la oración es hablar a Dios como hacen los loros? No, es fiarse y abrir el corazón para dejarse maravillar. ¿Nos dejamos sorprender por Dios que es siempre el Dios de las sorpresas? Porque el encuentro con el Señor es siempre un encuentro vivo, no es un encuentro de museo. Es un encuentro vivo y nosotros vamos a la Misa no a un museo. Vamos a un encuentro vivo con el Señor.

[…]

El Señor nos sorprende mostrándonos que Él nos ama también en nuestras debilidades. […] es un don que se nos ha dado a través de la Eucaristía, ese banquete nupcial en el que el Esposo encuentra nuestra fragilidad. ¿Puedo decir que cuando hago la comunión en la Misa, el Señor encuentra mi fragilidad? ¡Sí! ¡Podemos decirlo porque esto es verdad! El Señor encuentra nuestra fragilidad para llevarnos de nuevo a nuestra primera llamada: esa de ser imagen y semejanza de Dios. Este es el ambiente de la eucaristía, esto es la oración.

Audiencia General 15/XI/2017

La Misa es el memorial del Misterio Pascual de Cristo.

[…] La Misa es el memorial del Misterio pascual de Cristo. Nos convierte en partícipes de su victoria sobre el pecado y la muerte y da significado pleno a nuestra vida. […]

Por esto, para comprender el valor de la Misa debemos ante todo entender entonces el significado bíblico del «memorial». «En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. De esta manera Israel entiende su liberación de Egipto: cada vez que es celebrada la Pascua, los acontecimientos del Éxodo se hacen presentes a la memoria de los creyentes a fin de que conformen su vida a estos acontecimientos». (Catecismo de la Iglesia Católica. 1363). Jesucristo, con su pasión, muerte, resurrección y ascensión al cielo, llevó a término la Pascua. Y la Misa es el memorial de su Pascua, de su «éxodo», que cumplió por nosotros, para hacernos salir de la esclavitud e introducirnos en la tierra prometida de la vida eterna. No es solamente un recuerdo, no, es más: es hacer presente aquello que ha sucedido hace veinte siglos. […]

La Eucaristía nos lleva siempre al vértice de las acciones de salvación de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido para nosotros, vierte sobre vosotros toda la misericordia y su amor, como hizo en la cruz, para renovar nuestro corazón, nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos. […]

[…] Participar en la Misa, en particular el domingo, significa entrar en la victoria del Resucitado, ser iluminados por su luz, calentados por su calor. A través de la celebración eucarística el Espíritu Santo nos hace partícipes de la vida divina que es capaz de transfigurar todo nuestro ser mortal. Y en su paso de la muerte a la vida, del tiempo a la eternidad, el Señor Jesús nos arrastra también a nosotros con Él para hacer su Pascua. En la Misa se hace Pascua. Nosotros, en la Misa, estamos con Jesús, muerto y resucitado y Él nos lleva adelante, a la vida eterna. En la Misa nos unimos a Él. Es más, Cristo vive en nosotros y nosotros vivimos en Él. […]

Su sangre, de hecho, nos libera de la muerte y del miedo a la muerte. Nos libera no solo del dominio de la muerte física, sino de la muerte espiritual que es el mal, el pecado, que nos toma cada vez que caemos víctimas del pecado nuestro o de los demás. Y entonces nuestra vida se contamina, pierde belleza, pierde significado, se marchita.

Cristo, en cambio, nos devuelve la vida; Cristo es la plenitud de la vida, y cuando afrontó la muerte la derrota para siempre. […]. La Pascua de Cristo es la victoria definitiva sobre la muerte, porque Él trasformó su muerte en un supremo acto de amor. ¡Murió por amor! Y en la Eucaristía, Él quiere comunicarnos su amor pascual, victorioso. Si lo recibimos con fe, también nosotros podemos amar verdaderamente a Dios y al prójimo, podemos amar como Él nos ha amado, dando la vida.

Si el amor de Cristo está en mí, puedo darme plenamente al otro, en la certeza interior de que si incluso el otro me hiriera, yo no moriría; de otro modo, debería defenderme. Los mártires dieron la vida precisamente por esta certeza de la victoria de Cristo sobre la muerte. Solo si experimentamos este poder de Cristo, el poder de su amor, somos verdaderamente libres de darnos sin miedo. […]. Cuando entramos en la iglesia para celebrar la Misa pensemos esto: entro en el Calvario, donde Jesús da su vida por mí. Y así desaparece el espectáculo, desaparecen las charlas, los comentarios y estas cosas que nos alejan de esto tan hermoso que es la Misa, el triunfo de Jesús.

[…] La Pascua se hace presente y operante cada vez que celebramos la Misa […]. La participación en la Eucaristía nos hace entrar en el misterio pascual de Cristo, regalándonos pasar con Él de la muerte a la vida, es decir, allí en el Calvario. La Misa es rehacer el Calvario, no es un espectáculo.

Audiencia General 22/XI/2017

 

¿Por qué ir a Misa el domingo?

La celebración dominical de la eucaristía está en el centro de la vida de la Iglesia (cf. Catequismo de la Iglesia Católica, n.2177). Nosotros cristianos vamos a Misa el domingo para encontrar al Señor resucitado, o mejor, para dejarnos encontrar por Él, escuchar su Palabra, alimentarnos en su mesa y así convertirnos en Iglesia, es decir, en su Cuerpo místico viviente en el mundo.

Lo entendieron, desde la primera hora, los discípulos de Jesús, los que celebraron el encuentro eucarístico con el Señor en el día de la semana que los hebreos llamaban «el primero de la semana» y los romanos «día del sol», porque en ese día Jesús había resucitado de entre los muertos y se había aparecido a los discípulos, hablando con ellos, comiendo con ellos y dándoles el Espíritu Santo (cf. Mt 28, 1; Mc 16, 9-14; Lc 24, 1-13; Jn 20, 1-19), […]. También la gran efusión del Espíritu Santo en Pentecostés sucede en domingo, el quincuagésimo día después de la resurrección de Jesús. Por estas razones, el domingo es un día santo para nosotros, santificado por la celebración eucarística, presencia viva del Señor entre nosotros y para nosotros. ¡Es la Misa, por lo tanto, lo que hace el domingo cristiano! El domingo cristiano gira en torno a la Misa. ¿Qué domingo es, para un cristiano, en el que falta el encuentro con el Señor?

[…]

Algunas sociedades seculares han perdido el sentido cristiano del domingo iluminado por la eucaristía. ¡Es una lástima esto! En estos contextos es necesario reanimar esta conciencia, para recuperar el significado de la fiesta, el significado de la alegría, de la comunidad parroquial, de la solidaridad, del reposo que restaura el alma y el cuerpo (cf. CIC nn. 2177-2188). […]

[…] Por tradición bíblica los judíos reposan el sábado, mientras que en la sociedad romana no estaba previsto un día semanal de abstención de los trabajos serviles. Fue el sentido cristiano de vivir como hijos y no como esclavos, animado por la eucaristía, el que hizo del domingo —casi universalmente— el día de reposo.

Sin Cristo estamos condenados a estar dominados por el cansancio de lo cotidiano, con sus preocupaciones y por el miedo al mañana. El encuentro dominical con el Señor nos da la fuerza para vivir el hoy con confianza y coraje y para ir adelante con esperanza. Por eso, nosotros cristianos vamos a encontrar al Señor el domingo en la celebración eucarística.

La comunión eucarística con Jesús, Resucitado y Vivo para siempre, anticipa el domingo sin atardecer, cuando ya no haya fatiga ni dolor, ni luto, ni lágrimas sino solo la alegría de vivir plenamente y para siempre con el Señor. […]

¿Qué podemos responder a quien dice que no hay que ir a Misa, ni siquiera el domingo, porque lo importante es vivir bien y amar al prójimo? Es cierto que la calidad de la vida cristiana se mide por la capacidad de amar, como dijo Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 35); ¿Pero cómo podemos practicar el Evangelio sin sacar la energía necesaria para hacerlo, un domingo después de otro, en la fuente inagotable de la eucaristía? No vamos a Misa para dar algo a Dios, sino para recibir de Él aquello de lo que realmente tenemos necesidad. […].

En conclusión, ¿por qué ir a Misa el domingo? No es suficiente responder que es un precepto de la Iglesia; esto ayuda a preservar su valor, pero solo no es suficiente. Nosotros cristianos tenemos necesidad de participar en la Misa dominicalporque solo con la gracia de Jesús, con su presencia viva en nosotros y entre nosotros, podemos poner en práctica su mandamiento y así ser sus testigos creíbles.

Audiencia General 13/XII/2017

Los ritos iniciales preparan la sinfonía orante de la Misa

[…] La Misa está formada de dos partes, que son la Liturgia de la Palabra y la Liturgia eucarística, tan estrechamente unidas entre ellas que forman un único acto de culto (cf. SC, 56; IGMR, 28). Introducida por algunos ritos preparatorios y concluida por otros, la celebración es por tanto un único cuerpo y no se puede separar, pero para una mejor comprensión trataré de explicar sus diferentes momentos, cada uno de los cuales es capaz de tocar e implicar una dimensión de nuestra unidad. Es necesario conocer estos santos signos para vivir plenamente la Misa y saborear toda su belleza.

Cuando el pueblo está reunido, la celebración se abre con los ritos introductorios, incluidas la entrada de los celebrantes o del celebrante, el saludo […], el acto penitencial —«Yo confieso», donde nosotros pedimos perdón por nuestros pecados—, el Kyrie eleison, el himno del Gloria y la oración colecta: se llama «oración colecta» no porque allí se hace la colecta de las ofrendas: es la colecta de las intenciones de oración de todos los pueblos; y esa colecta de las intenciones de los pueblos sube al cielo como oración. Su fin —de estos ritos introductorios— es hacer «que los fieles reunidos en la unidad construyan la comunión y se dispongan debidamente a escuchar la Palabra de Dios y a celebrar dignamente la Eucaristía» (IGMR, 46). No es una buena costumbre mirar el reloj y decir: «Voy bien de hora, llego después del sermón y con esto cumplo el precepto». La Misa empieza con la señal de la cruz, con estos ritos introductorios, porque allí empezamos a adorar a Dios como comunidad. Y por esto es importante prever no llegar tarde, más bien antes, para preparar el corazón a este rito, a esta celebración de la comunidad.

[…] el sacerdote […] saluda el altar con una reverencia y, en signo de veneración, lo besa y, cuando hay incienso, lo inciensa. ¿Por qué? Porque el altar es Cristo: es figura de Cristo. Cuando nosotros miramos al altar, miramos donde está Cristo. El altar es Cristo. Estos gestos, que corren el riesgo de pasar inobservados, son muy significativos, porque expresan desde el principio que la Misa es un encuentro de amor con Cristo, el cual «por la ofrenda de su Cuerpo realizada en la cruz […] se hizo por nosotros sacerdote, altar y víctima» (Prefacio pascual V). […].

Después está el signo de la cruz. El sacerdote que preside lo hace sobre sí y hacen lo mismo todos los miembros de la asamblea, conscientes de que el acto litúrgico se realiza «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». […]. Toda la oración se mueve, por así decir, en el espacio de la Santísima Trinidad […], que es espacio de comunión infinita; tiene como origen y como fin el amor de Dios Uno y Trino, manifestado y donado a nosotros en la Cruz de Cristo. De hecho su misterio pascual es don de la Trinidad, y la eucaristía fluye siempre de su corazón atravesado. Marcándonos con la señal de la cruz, por tanto, no solo recordamos nuestro Bautismo, sino que afirmamos que la oración litúrgica es el encuentro con Dios en Cristo Jesús, que por nosotros se ha encarnado, ha muerto en la cruz y ha resucitado glorioso.

El sacerdote dirige un saludo litúrgico, […] y la asamblea responde […]. Estamos en diálogo; estamos al principio de la Misa y debemos pensar en el significado de todos estos gestos y palabras.

Estamos entrando en una «sinfonía», en la cual resuenan varias tonalidades de voces, incluido tiempos de silencio, para crear el «acuerdo» entre todos los participantes, es decir reconocerse animados por un único Espíritu y por un mismo fin. En efecto «con este saludo y con la respuesta del pueblo se manifiesta el misterio de la Iglesia congregada» (IGMR, 50). Se expresa así la fe común y el deseo mutuo de estar con el Señor y vivir la unidad con toda la comunidad.

[…] quien preside invita a todos a reconocer los propios pecados. […]. Todos somos pecadores; y por eso al inicio de la Misa pedimos perdón. Y el acto penitencial. No se trata solamente de pensar en los pecados cometidos, sino mucho más: es la invitación a confesarse pecadores delante de Dios y delante de la comunidad, delante de los hermanos, con humildad y sinceridad, como el publicano en el templo. Si realmente la eucaristía hace presente el misterio pascual, es decir el pasaje de Cristo de la muerte a la vida, entonces lo primero que tenemos que hacer es reconocer cuáles son nuestras situaciones de muerte para poder resurgir con Él a la vida nueva. Esto nos hace comprender lo importante que es el acto penitencial.

Audiencia General 20/XII/2017

El acto penitencial: Escuchar en silencio la voz de la conciencia.

[…] En su sobriedad favorece la actitud con la que disponerse a celebrar dignamente los santos misterios, o sea, reconociendo delante de Dios y de los hermanos nuestros pecados, reconociendo que somos pecadores. […] ¿Qué puede donar el Señor a quien tiene ya el corazón lleno de sí, del propio éxito? Nada, porque el presuntuoso es incapaz de recibir perdón, lleno como está de su presunta justicia. […] (cf Lucas 18, 9-14). Quien es consciente de las propias miserias y baja los ojos con humildad, siente posarse sobre sí la mirada misericordiosa de Dios. […]. Escuchar en silencio la voz de la conciencia permite reconocer que nuestros pensamientos son distantes de los pensamientos divinos, que nuestras palabras y nuestras acciones son a menudo mundanas, guiadas por elecciones contrarias al Evangelio. Por eso, al principio de la Misa, realizamos comunitariamente el acto penitencial mediante una fórmula de confesión general, pronunciada en primera persona del singular. Cada uno confiesa a Dios y a los hermanos «que ha pecado en pensamiento, palabras, obra y omisión». Sí, también en omisión, o sea, que he dejado de hacer el bien que habría podido hacer. A menudo nos sentimos buenos porque —decimos— «no he hecho mal a nadie». En realidad, no basta con hacer el mal al prójimo, es necesario elegir hacer el bien aprovechando las ocasiones para dar buen testimonio de que somos discípulos de Jesús. Está bien subrayar que confesamos tanto a Dios como a los hermanos ser pecadores: esto nos ayuda a comprender la dimensión del pecado que, mientras nos separa de Dios, nos divide también de nuestros hermanos, y viceversa. El pecado corta: corta la relación con Dios y corta la relación con los hermanos, la relación en la familia, en la sociedad, en la comunidad: El pecado corta siempre, separa, divide.

Las palabras que decimos con la boca están acompañadas del gesto de golpearse el pecho, reconociendo que he pecado precisamente por mi culpa, y no por la de otros. Sucede a menudo que, por miedo o vergüenza, señalamos con el dedo para acusar a otros. Cuesta admitir ser culpables, pero nos hace bien confesarlo con sinceridad. Confesar los propios pecados. […]

Después de la confesión del pecado, suplicamos a la beata Virgen María, los ángeles y los santos que recen por nosotros ante el Señor. También en esto es valiosa la comunión de los santos: es decir, la intercesión de estos «amigos y modelos de vida» […]

[…]

La Sagrada escritura nos ofrece luminosos ejemplos de figuras «penitentes» que, volviendo a sí mismos después de haber cometido el pecado, encuentran la valentía de quitar la máscara y abrirse a la gracia que renueva el corazón. […]. Medirse con la fragilidad de la arcilla de la que estamos hechos es una experiencia que nos fortalece: mientras que nos hace hacer cuentas con nuestra debilidad, nos abre el corazón a invocar la misericordia divina que transforma y convierte. Y esto es lo que hacemos en el acto penitencial al principio de la Misa.

Audiencia General 3/I/2018

 

Gloria, silencio y oración colecta

[…] del encuentro entre la miseria humana y la misericordia divina toma vida la gratitud expresada en el «Gloria», «un himno antiquísimo y venerable con el que la Iglesia, congregada en el Espíritu Santo, glorifica a Dios Padre y glorifica y le suplica al Cordero» (Ordenamiento General del Misal Romano, 53).

La introducción de este himno —«Gloria a Dios en el cielo»— retoma el canto de los ángeles en el nacimiento de Jesús en Belén, alegre anuncio del abrazo entre cielo y tierra. Este canto también nos involucraa los reunidos en la oración: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra, paz a los hombres que ama el Señor».

Después del «Gloria», o cuando este no está, inmediatamente después del Acto penitencial, la oración toma forma particular en la oración denominada «colecta», por medio de la cual se expresa el carácter propio de la celebración, variable según los días y los tiempos del año (cf Ibíd., 54). Con la invitación «oremos», el sacerdote insta al pueblo a recogerse con él en un momento de silencio, con el fin de tomar conciencia de estar en presencia de Dios y hacer emerger, a cada uno en su corazón, las intenciones personales con las que participa en la misa (cf. Ibíd., 54). […]

El silencio no se reduce a la ausencia de palabras, sino a la disposición a escucharotras voces: la de nuestro corazón y, sobre todo, la voz del Espíritu Santo. […] Antes de la oración inicial, el silencio ayuda a recogerse en nosotros mismos y a pensar en por qué estamos allí.He ahí entonces la importancia de escuchar nuestro ánimo para abrirlo después al Señor. Tal vez venimos de días de cansancio, de alegría, de dolor, y queremos decírselo al Señor, invocar su ayuda, pedir que nos esté cercano; tenemos amigos o familiares enfermos o que atraviesan pruebas difíciles; deseamos confiar a Dios el destino de la Iglesia y del mundo. Y para esto sirve el breve silencio antes de que el sacerdote, recogiendo las intenciones de cada uno, exprese en voz alta a Dios, en nombre de todos, la oración común que concluye los ritos de introducción haciendo de hecho «la colecta» de las intenciones. […] El sacerdote recita esta súplica, esta oración de colecta, con los brazos extendidos y la actitud del orante, asumida por los cristianos desde el final de los primeros siglos —como dan testimonio los frescos de las catacumbas romanas— para imitar al Cristo con los brazos abiertos sobre la madera de la cruz. Y allí, Cristo es el Orante y es también la oración. En el crucifijo reconocemos al Sacerdote que ofrece a Dios la oración que desea, es decir, la obediencia filial.

[…]

Audiencia General 10/I/2018

 

Liturgia de la Palabra: Escuchar lo que Dios ha hecho y pretende hacer todavía por nosotros

[…] Liturgia de la Palabra es una parte constitutiva porque nos reunimos precisamente para escuchar lo que Dios ha hecho y pretende hacer todavía por nosotros. Es una experiencia que tiene lugar «en directo» y no por oídas, porque «cuando se leen las sagradas Escrituras en la Iglesia, Dios mismo habla a su pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio» (IGMR 29) […]. Cuando se lee la Palabra de Dios en la Biblia —la primera Lectura, la segunda, el Salmo responsorial y el Evangelio— debemos escuchar, abrir el corazón, porque es Dios mismo que nos habla y no pensar en otras cosas o hablar de otras cosas. ¿Entendido?... […]

Las páginas de la Biblia cesan de ser un escrito para convertirse en palabra viva, pronunciada por Dios. Es Dios quien, a través de la persona que lee, nos habla e interpela para que escuchemos con fe. El Espíritu «que habló por medio de los profetas» (Credo) y ha inspirado a los autores sagrados, hace que «para que la Palabra de Dios actúe realmente en los corazones lo que hace resonar en los oídos» (Leccionario, Introd., 9). Pero para escuchar la Palabra de Dios es necesario tener también el corazón abierto para recibir la palabra en el corazón. Dios habla y nosotros escuchamos, para después poner en práctica lo que hemos escuchado. Es muy importante escuchar. Algunas veces quizá no entendemos bien porque hay algunas lecturas un poco difíciles. […]

En la Misa, cuando empiezan las lecturas, escuchamos la Palabra de Dios. ¡Necesitamos escucharlo! Es de hecho una cuestión de vida, como recuerda la fuerte expresión que «no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mateo 4, 4). La vida que nos da la Palabra de Dios. En este sentido, hablamos de la Liturgia de la Palabracomo de la «mesa» que el Señor dispone para alimentar nuestra vida espiritual. Es una mesa abundante la de la Liturgia, que se basa en gran medida en los tesoros de la Biblia […]. Pensamos en las riquezas de las lecturas bíblicas ofrecidas por los tres ciclos dominicales que, a la luz de los Evangelios Sinópticos, nos acompañan a lo largo del año litúrgico: una gran riqueza. Deseo recordar también la importancia del Salmo responsorial, cuya función es favorecer la meditación de lo que escuchado en la lectura que lo precede. Está bien que el Salmo sea resaltado con el canto, al menos en la antífona […]

La proclamación litúrgica de las mismas lecturas, con los cantos tomados de la sagrada Escritura, expresa y favorece la comunión eclesial, acompañando el camino de todos y cada uno. Se entiende por tanto por qué algunas elecciones subjetivas, como la omisión de lecturas o su sustitución con textos no bíblicos, sean prohibidas. He escuchado que alguno, si hay una noticia, lee el periódico, porque es la noticia de día. ¡No! ¡La Palabra de Dios es la Palabra de Dios! El periódico lo podemos leer después. Pero ahí se lee la Palabra de Dios. Es el Señor que nos habla. Sustituir esa Palabra con otras cosas empobrece y compromete el diálogo entre Dios y su pueblo en oración. […] la dignidad del ambón y el uso del Leccionario, la disponibilidad de buenos lectores y salmistas. […] esto crea un clima de silencio receptivo.

Sabemos que la palabra del Señor es una ayuda indispensable para no perdernos, como reconoce el salmista que, dirigido al Señor, confiesa: «Para mis pies antorcha es tu palabra, luz para mi sendero» (Salmos 119, 105). ¿Cómo podremos afrontar nuestra peregrinación terrena, con sus cansancios y sus pruebas, sin ser regularmente nutridos e iluminados por la Palabra de Dios que resuena en la liturgia? Ciertamente no basta con escuchar con los oídos, sin acoger en el corazón la semilla de la divina Palabra, permitiéndole dar fruto. Recordemos la parábola del sembrador y de los diferentes resultados según los distintos tipos de terreno (cf. Marcos 4, 14-20). La acción del Espíritu, que hace eficaz la respuesta, necesita de corazón que se dejen trabajar y cultivar, de forma que lo escuchado en Misa pase en la vida cotidiana, según la advertencia del apóstol Santiago: «Poned por obra la Palabra y no os contentéis solo con oírla, engañándoos a vosotros mismos» (Santiago 1, 22). La Palabra de Dios hace un camino dentro de nosotros. La escuchamos con los oídos y pasa al corazón; no permanece en los oídos, debe ir al corazón; y del corazón pasa a las manos, a las buenas obras. Este es el recorrido que hace la Palabra de Dios: de los oídos al corazón y a las manos.

Audiencia General 31 /1/ 2018

 

El Evangelio, Palabra viva de Jesús.

El diálogo entre Dios y su pueblo, desarrollado en la Liturgia de la Palabra de la Misa, alcanza el culmen en la proclamación del Evangelio. Lo precede el canto del Aleluya —o, en cuaresma, otra aclamación— con la que «la asamblea de los fieles acoge y saluda al Señor, quien hablará en el Evangelio» […] el Evangelio constituye la luz para comprender el sentido de los textos bíblicos que lo preceden, tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento. De hecho, «de toda la Escritura, como de toda la celebración litúrgica, Cristo es el centro y la plenitud» […].

Por eso, la misma liturgia distingue el Evangelio de las otras lecturasy lo rodea de particular honor y veneración […], su lectura está reservada al ministro ordenado, que termina besando el libro; se escucha de pie y se hace el signo de la cruz en la frente, sobre la boca y sobre el pecho; los cirios y el incienso honran a Cristo que, mediante la lectura evangélica, hace resonar su palabra eficaz. […]. Es un discurso directo el que sucede, como prueban las aclamaciones con las que se responde a la proclamación: «Gloria a ti, Señor Jesús» o «Te alabamos Señor». Nos levantamos para escuchar el Evangelio: es Cristo quien nos habla, allí. Y por esto nosotros estamos atentos, porque es un coloquio directo. Es el Señor que nos habla.

Por tanto, en la Misa no leemos el Evangelio para saber cómo fueron las cosas, sino que escuchamos el Evangelio para tomar conciencia de lo que Jesús hizo y dijo una vez; y esa Palabra está viva, la Palabra de Jesús que está en el Evangelio está viva y llega a mi corazón. Por esto, escuchar el Evangelio es tan importante, con el corazón abierto, porque es Palabra viva. Escribe san Agustín que «la boca de Cristo es el Evangelio. Él reina en el cielo, pero no cesa de hablar en la tierra» […]. Nosotros escuchamos el Evangelio y debemos dar una respuesta en nuestra vida.

Para hacer llegar su mensaje, Cristo se sirve también de la palabra del sacerdote que, después del Evangelio, da la homilía[…], la homilía no es un discurso de circunstancia —ni una catequesis como esta que estoy haciendo ahora—, ni una conferencia, ni una clase, la homilía es otra cosa. ¿Qué es la homilía? Es «retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo», para que encuentre realización en la vida. ¡La auténtica exégesis del Evangelio es nuestra vida santa! La palabra del Señor termina su recorrido haciéndose carne en nosotros, traduciéndose en obras, como sucedió en María y en los santos. Recordad lo que dije la última vez, la Palabra del Señor entra por las orejas, llega al corazón y va a las manos, a las buenas obras. Y también la homilía sigue la Palabra del Señor y hace también este recorrido para ayudarnos para que la Palabra del Señor llegue a las manos, pasando por el corazón.

[…].

Quien da la homilía debe cumplir bien su ministerio[…], ofreciendo un servicio real a todos aquellos que participan en la Misa, pero también cuantos la escuchan deben hacer su parte. Sobre todo prestando la debida atención, asumiendo las justas disposiciones interiores, sin pretextos subjetivos, sabiendo que todo predicador tiene méritos y límites. Si a veces hay motivos para aburrirse por la homilía larga o no centrada o incomprensible, otras veces sin embargo el obstáculo es el prejuicio. Y quien hace la homilía debe ser consciente de que no está haciendo algo propio, está predicando, dando voz a Jesús, está predicando la Palabra de Jesús. Y la homilía debe estar bien preparada, debe ser breve, ¡breve! […]. ¿Y cómo se prepara una homilía, queridos sacerdotes, diáconos, obispos? ¿Cómo se prepara? Con la oración, con el estudio de la Palabra de Dios y haciendo una síntesis clara y breve, […]. Concluyendo podemos decir que en la Liturgia de la Palabra, a través del Evangelio y la homilía, Dios dialoga con su pueblo, el cual lo escucha con atención y veneración y, al mismo tiempo, lo reconoce presente y operante. Si, por tanto, nos ponemos a la escucha de la «buena noticia», seremos convertidos y transformados por ella, por tanto capaces de cambiarnos a nosotros mismos y al mundo. ¿Por qué? Porque la Buena Noticia, la Palabra de Dios entra por las orejas, va al corazón y llega a las manos para hacer buenas obras.

Audiencia General 7 /2/ 2018

Escucha, Profesión de fe y súplica

[…]. La escucha de las lecturas bíblicas, prolongada en la homilía ¿a qué responde? Responde a un derecho: el derecho espiritual del Pueblo de Dios a recibir con abundancia el tesoro de la Palabra de Dios. Cada uno de nosotros cuando va a Misa tiene el derecho de recibir abundantemente la Palabra de Dios bien leída, bien dicha y después bien explicada en la homilía. ¡Es un derecho! Y cuando la Palabra de Dios no está bien leída, no es predicada con fervor por el diácono, por el sacerdote o por el obispo, se falta a un derecho de los fieles. Nosotros tenemos el derecho de escuchar la Palabra de Dios. El Señor habla para todos, pastores y fieles. Él llama al corazón de cuantos participan en la Misa, cada uno en su condición de vida, edad, situación. El Señor consuela, llama, suscita brotes de vida nueva y reconciliada. Y esto, por medio de su Palabra. ¡Su Palabra llama al corazón y cambia los corazones!

Por eso, después de la homilía, un tiempo de silenciopermite sedimentar en el alma la semilla recibida, con el fin de que nazcan propósitos de adhesión a lo que el Espíritu ha sugerido a cada uno. El silencio después de la homilía. Un hermoso silencio se debe hacer allí y cada uno debe pensar en lo que ha escuchado.

[…] La respuesta personal de fe se incluye en la profesión de fe de la Iglesia, expresada en el «Credo». […], el símbolo manifiesta la respuesta común a lo que se ha escuchado juntos de la Palabra de Dios. Hay un nexo vital entre escucha y fe. Están unidas. Esta —la fe—, de hecho, no nace de la fantasía de mentes humanas, sino como recuerda san Pablo «viene de la predicación y la predicación, por la Palabra de Cristo» (Romanos 10, 17). La fe se alimenta, por lo tanto, con la predicación y conduce al Sacramento. Así, el rezo del «Credo» hace que la asamblea litúrgica «recuerde, confiese y manifieste los grandes misterios de la fe, antes de comenzar su celebración en la Eucaristía» (IGMR 67). El símbolo de la fe vincula la Eucaristía con el Bautismo, recibido «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» y nos recuerda que los Sacramentos son comprensibles a la luz de la fe de la Iglesia.

La respuesta a la Palabra de Dios acogida con fe se expresa después en la súplica común, denominada Oración universal, porque abraza las necesidades de la Iglesia y del mundo. Se le llama también Oración de los fieles.

[…], bajo la guía del sacerdote que introduce y concluye, «el pueblo [...] ejercitando el oficio de su sacerdocio bautismal, ofrece súplicas a Dios por la salvación de todos » (IGMR, 69). Y después las intenciones individuales, […].

Recordamos, de hecho, cuando nos ha dicho el Señor Jesús: «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis» (Juan 15, 7). «Pero nosotros no creemos esto, porque tenemos poca fe». Pero si nosotros tuviéramos una fe —dice Jesús— como el grano de mostaza, recibiríamos todo. «Pedid y lo conseguiréis». Y en este momento de la oración universal después del Credo, está el momento de pedir al Señor las cosas más fuertes en la Misa, las cosas que nosotros necesitamos, lo que queremos. «Lo conseguiréis»; en un modo u otro pero «lo conseguiréis». «Todo es posible para quien cree», ha dicho el Señor. ¿Qué respondió ese hombre al cual el Señor se dirigió para decir esta palabra —todo es posible para quien cree—? Dijo: «Creo Señor. Ayuda mi poca fe». También nosotros podemos decir: «Señor, yo creo. Pero ayuda mi poca fe». Y la oración debemos hacerla con este espíritu de fe: «Creo Señor, ayuda mi poca fe». Las pretensiones de lógicas mundanas, sin embargo, no despegan hacia el Cielo, así como permanecen sin ser escuchadas las peticiones autorreferenciales (Jueces 4, 2-3). Las intenciones por las que se invita al pueblo fiel a rezar deben dar voz a las necesidades concretas de la comunidad eclesial y del mundo,evitando recurrir a fórmulas convencionales y miopes. La oración «universal», que concluye la liturgia de la Palabra, nos exhorta a hacer nuestra la mirada de Dios, que cuida de todos sus hijos.

Audiencia General 14 /2/ 2018

  

Liturgia Eucarística. Preparación de los dones.

[…]. En la liturgia eucarística a través de los santos signos, la Iglesia hace continuamente presente el Sacrificio de la Nueva Alianza sellada por Jesús sobre el altar de la Cruz. Fue el primer altar cristiano, el de la Cruz, y cuando nosotros nos acercamos al altar para celebrar la Misa, nuestra memoria va al altar de la Cruz, donde se hizo el primer sacrificio. El sacerdote, que en la Misa representa a Cristo, cumple lo que el Señor mismo hizo y confió a los discípulos en la Última Cena: tomó el pan y el cáliz, dio gracias, los pasó a sus discípulos diciendo: «Tomad, comed... bebed: esto es mi cuerpo... este es el cáliz de mi sangre. Haced esto en memoria mía».

[…] En la preparación de los dones, son llevados al altar el pan y el vino, es decir los elementos que Cristo tomó en sus manos. En la Oración eucarística damos gracias a Dios por la obra de la redención y las ofrendas se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Siguen la fracción del Pan y la Comunión, mediante la cual revivimos la experiencia de los Apóstoles que recibieron los dones eucarísticos de las manos de Cristo mismo

Al primer gesto de Jesús: «tomó el pan y el cáliz del vino», corresponde por tanto la preparación de los dones. Es la primera parte de la Liturgia eucarística. Está bien que sean los fieles los que presenten el pan y el vino, porque estos representan la ofrenda espiritual de la Iglesia ahí recogida para la eucaristía. […] ¡El Pueblo de Dios que lleva la ofrenda, el pan y el vino, la gran ofrenda para la Misa! Por tanto, en los signos del pan y del vino el pueblo fiel pone la propia ofrenda en las manos del sacerdote, el cual la depone en el altar o mesa del Señor, «que es el centro de toda la Liturgia Eucarística». Es decir, el centro de la Misa es el altar, y el altar es Cristo; siempre es necesario mirar el altar que es el centro de la Misa. En el «fruto de la tierra y del trabajo del hombre», se ofrece por tanto el compromiso de los fieles a hacer de sí mismos, obedientes a la divina Palabra, «sacrificio agradable a Dios, Padre todopoderoso», «por el bien de toda su santa Iglesia». Así «la vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo» (CIC 1368).

Ciertamente, nuestra ofrenda es poca cosa, pero Cristo necesita de este poco. Nos pide poco, el Señor, y nos da tanto. Nos pide poco. Nos pide, en la vida ordinaria, buena voluntad; nos pide corazón abierto; nos pide ganas de ser mejores para acogerle a Él que se ofrece a sí mismo a nosotros en la eucaristía; nos pide estas ofrendas simbólicas que después se convertirán en su cuerpo y su sangre. Una imagen de este movimiento oblativo de oración se representa en el incienso que, consumido en el fuego, libera un humo perfumado que sube hacia lo alto: incensar las ofrendas, como se hace en los días de fiesta, incensar la cruz, el altar, el sacerdote y el pueblo sacerdotal manifiesta visiblemente el vínculo del ofertorio que une todas estas realidades al sacrificio de Cristo […]. Y todo esto es cuanto expresa también la oración sobre las ofrendas. En ella el sacerdote pide a Dios aceptar los dones que la Iglesia les ofrece, invocando el fruto del admirable intercambio entre nuestra pobreza y su riqueza. En el pan y el vino le presentamos la ofrenda de nuestra vida, para que sea transformada por el Espíritu Santo en el sacrificio de Cristo y se convierta con Él en una sola ofrenda espiritual agradable al Padre. Mientras se concluye así la preparación de los dones, nos dispones a la Oración eucarística.

Que la espiritualidad del don de sí, que este momento de la Misa nos enseña, pueda iluminar nuestras jornadas, las relaciones con los otros, las cosas que hacemos, los sufrimientos que encontramos, ayudándonos a construir la ciudad terrena a la luz del Evangelio.

Audiencia General 28 /2/ 2018

  

La Plegaria Eucarística

[…] Concluido el rito de la presentación del pan y del vino, inicia la Oración eucarística, que […] constituye el momento central, encaminado a la santa Comunión. Corresponde a lo que Jesús mismo hizo, a la mesa con los apóstoles en el Última Cena, cuando «dio gracias» sobre el pan y después el cáliz de vino (cf. Mateo 26, 27; Marcos 14, 23; Lucas, 22, 17-19; 1 Corintios 11, 24): su acción de gracias revive en cada eucaristía nuestra, asociándose a su sacrificio de salvación. Y en esta solemne oración —la Oración eucarística es solemne— la Iglesia expresa lo que esta cumple cuando celebra la eucaristía y el motivo por el que la celebra, o sea, hacer comunión con Cristo realmente presente en el pan y en el vino consagrados. Después de haber invitado al pueblo a levantar los corazones al Señor y darle gracias, el sacerdote pronuncia la Oración en voz alta, en nombre de todos los presentes, dirigiéndose al Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo. «El sentido de esta oración es que toda la asamblea de los fieles se una con Cristo en la confesión de las maravillas de Dios y en la ofrenda del sacrificio» (Instrucción General del Misal Romano, 78). Y para unirse debe entender. Por esto, la Iglesia ha querido celebrar la Misa en la lengua que la gente entiende, para que cada uno pueda unirse a esta alabanza y a esta gran oración con el sacerdote. […]

[…]. En primer lugar está el Prefacio, que es una acción de gracias por los dones de Dios, en particular por el envío de su Hijo como Salvador. El Prefacio se concluye con la aclamación del «Santo», […]. Toda la asamblea une la propia voz a la de los ángeles y los santos para alabar y glorificar a Dios.

Después está la invocación del Espíritu […] Invocamos al Espíritu para que venga y en el pan y el vino esté Jesús. La acción del Espíritu Santo y la eficacia de las mismas palabras de Cristo pronunciadas por el sacerdote, hacen realmente presente, bajo las especies del pan y del vino, su Cuerpo y su Sangre, su sacrificio ofrecido en la cruz de una vez para todas […]. Es Jesús mismo quien dijo esto. Nosotros no tenemos que tener pensamientos extraños: «Pero, cómo una cosa que...». Es el cuerpo de Jesús; ¡es así! La fe: nos ayuda la fe; con un acto de fe creemos que es el cuerpo y la sangre de Jesús. Es el «misterio de la fe», como nosotros decimos después de la consagración. El sacerdote dice: «Misterio de la fe» y nosotros respondemos con una aclamación. Celebrando el memorial de la muerte y resurrección del Señor, en la espera de su regreso glorioso, la Iglesia […] ofrece el sacrificio pascual de Cristo ofreciéndose con Él y pidiendo, en virtud del Espíritu Santo, de convertirse «en Cristo, un solo cuerpo y un solo espíritu» […]. La Iglesia quiere unirnos a Cristo y convertirse con el Señor en un solo cuerpo y un solo espíritu. Y esta es la gracia y el fruto de la Comunión sacramental: nos nutrimos del Cuerpo de Cristo para convertirnos, nosotros que lo comemos, en su Cuerpo viviente hoy en el mundo. Misterio de comunión es esto, la Iglesia se une a la ofrenda de Cristo y a su intercesión y en esta luz, «en las catacumbas, la Iglesia es con frecuencia representada como una mujer en oración, los brazos extendidos en actitud de orante [...] como Cristo que extendió los brazos sobre la cruz, por él, con él y en él, la Iglesia se ofrece e intercede por todos los hombres» (CIC, 1368). […]. Hay un pasaje en el Libro de los Hechos de los Apóstoles; cuando Pedro estaba en la cárcel, la comunidad cristiana dice: «Rezaba incesantemente por Él». La Iglesia que reza, la Iglesia orante. Y cuando nosotros vamos a Misa es para hacer esto: hacer Iglesia orante.

La Oración eucarística pide a Dios reunir a todos sus hijos en la perfección del amor, en unión con el Papa y el obispo, mencionados por su nombre, signo de que celebramos en comunión con la Iglesia universal y con la Iglesia particular. La súplica, como la ofrenda, es presentada a Dios por todos los miembros de la Iglesia, vivos y difuntos, en espera de la beata esperanza para compartir la herencia eterna del cielo, con la Virgen María […]. Nadie es olvidado. Y si tengo alguna persona, parientes, amigos, que están en necesidad o han pasado de este mundo al otro, puedo nominarlos en ese momento, interiormente y en silencio o hacer escribir que el nombre sea dicho. […] La Misa no se paga. La Misa es el sacrificio de Cristo, que es gratuito. La redención es gratuita. Si tú quieres hacer una ofrenda, hazla, pero no se paga. Esto es importante entenderlo. […]. Esta [La Oración eucarística], expresa todo lo que cumplimos en la celebración eucarística; y además nos enseña a cultivar tres actitudes que no deberían nunca faltar en los discípulos de Jesús. Las tres actitudes: primera, aprender a «dar gracias, siempre y en cada lugar» y no solo en ciertas ocasiones, cuando todo va bien; segunda, hacer de nuestra vida un don de amor, libre y gratuito; tercera, construir una concreta comunión, en la Iglesia y con todos. Por lo tanto, esta oración central de la Misa nos educa, poco a poco, en hacer de toda nuestra vida una «eucaristía», es decir, una acción de gracias.

Audiencia General 7 /3/ 2018

Preparación para la Comunión

En la Última Cena, después de que Jesús tomó el pan y el cáliz del vino, y dio gracias a Dios, sabemos que «partió el pan». A esta acción corresponde, en la Liturgia Eucarística de la Misa, la fracción del Pan, precedida por la oración que el Señor nos ha enseñado, es decir, por el «Padre Nuestro».

Y así comenzamos los ritos de la Comunión, prolongando la alabanza y la súplica de la Oración eucarística con el rezo comunitario del «Padre Nuestro».[…] que es la oración de los hijos de Dios: es la gran oración que nos enseñó Jesús. […]. Cuando nosotros rezamos el «Padre Nuestro», rezamos como rezaba Jesús. […]. ¡Es muy hermoso rezar como Jesús! Formados en su divina enseñanza, osamos dirigirnos a Dios llamándolo «Padre» porque hemos renacido como sus hijos a través del agua y el Espíritu Santo […]. Ninguno, en realidad, podría llamarlo familiarmente «Abbà» —«Padre»— sin haber sido generado por Dios, sin la inspiración del Espíritu, como enseña san Pablo […] Cuando rezamos el «Padre Nuestro», nos conectamos con el Padre que nos ama, pero es el Espíritu quien nos da ese vínculo, ese sentimiento de ser hijos de Dios. ¿Qué oración mejor que la enseñada por Jesús puede disponernos a la Comunión sacramental con Él? […].

En la oración del Señor —en el «Padre nuestro»— pidamos el «pan cotidiano», en el que vemos una referencia particular al Pan Eucarístico, que necesitamos para vivir como hijos de Dios. Imploramos también el «perdón de nuestras ofensas» y para ser dignos de recibir el perdón de Dios nos comprometemos a perdonar a quien nos ha ofendido. Y esto no es fácil. Perdonar a las personas que nos han ofendido no es fácil; es una gracia que debemos pedir: […]. Así, mientras nos abre el corazón a Dios, el «Padre nuestro» nos dispone también al amor fraternal. Finalmente, le pedimos nuevamente a Dios que nos «libre del mal» que nos separa de Él y nos separa de nuestros hermanos. Entendemos bien que estas son peticiones muy adecuadas para prepararnos para la Sagrada Comunión […], lo que pedimos en el «Padre nuestro» se prolonga con la oración del sacerdoteque, en nombre de todos, suplica: «Líbranos, Señor, de todos los males, danos la paz en nuestros días». Y luego recibe una especie de sello en el rito de la paz: lo primero, se invoca por Cristo que el don de su paz —tan diversa de la paz del mundo— haga crecer a la Iglesia en la unidad y en la paz, según su voluntad; por lo tanto, con el gesto concreto intercambiado entre nosotros, expresamos «la comunión eclesial y la mutua caridad, antes de la comunión sacramental» (IGMR, 82). […]. La paz de Cristo no puede arraigarse en un corazón incapaz de vivir la fraternidady de recomponerla después de haberla herido. La paz la da el Señor: Él nos da la gracia de perdonar a aquellos que nos han ofendido.

El gesto de la paz va seguido de la fracción del Pan, que desde el tiempo apostólico dio nombre a la entera celebración de la Eucaristía […], el partir el Pan es el gesto revelador que permitió a los discípulos reconocerlo después de su resurrección. […].

La fracción del Pan eucarístico está acompañada por la invocación del «Cordero de Dios», figura con la que Juan Bautista indicó en Jesús al «que quita el pecado del mundo» (Juan 1, 29). […]. En el Pan eucarístico, partido por la vida del mundo, la asamblea orante reconoce al verdadero Cordero de Dios, es decir, el Cristo redentor y le suplica: «ten piedad de nosotros... danos la paz».

[…].

Audiencia General 14 /3/ 2018

La Comunión: Cristo viene a nuestro encuentro para unirnos con Él

[…] La celebración de la Misa, […], está encaminada a la Comunión, es decir, a unirnos con Jesús. La Comunión sacramental: no la comunión espiritual, que puedes hacerla en tu casa diciendo: «Jesús, yo quisiera recibirte espiritualmente». No, la Comunión sacramental, con el cuerpo y la sangre de Cristo. Celebramos la Eucaristía para nutrirnos de Cristo, que se nos da a sí mismo, tanto en la Palabra como en el Sacramento del altar, para conformarnos a Él. Lo dice el Señor mismo: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él» (Juan 6, 56). De hecho, el gesto de Jesús que dona a sus discípulos su Cuerpo y Sangre en la última Cena, continúa todavía hoy a través del ministerio del sacerdote y del diácono, ministros ordinarios de la distribución a los hermanos del Pan de la vida y del Cáliz de la salvación.

En la Misa, después de haber partido el Pan consagrado, es decir, el cuerpo de Jesús, el sacerdote lo muestra a los fieles invitándoles a participar en el banquete eucarístico. […]. Inspirado en un pasaje del Apocalipsis —«Dichosos los invitados al banquetede bodas del Cordero» (Apocalipsis 19, 9): dice «bodas» porque Jesús es el esposo de la Iglesia— esta invitación nos llama a experimentar la íntima unión con Cristo, fuente de alegría y de santidad.Es una invitación que alegra y juntos empuja hacia un examen de conciencia iluminado por la fe. […]. Todos nosotros fuimos perdonados en el bautismo y todos nosotros somos perdonados o seremos perdonados cada vez que nos acercamos al sacramento de la penitencia. Y no os olvidéis: Jesús perdona siempre. Jesús no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. […].

Si somos nosotros los que nos movemos en procesión para hacer la Comunión, nosotros vamos hacia el altar en procesión para hacer la Comunión, en realidad es Cristo quien viene a nuestro encuentro para asimilarnos a Él. ¡Hay un encuentro con Jesús! Nutrirse de la Eucaristía significa dejarse mutar en lo que recibimos. […]. Cada vez que nosotros hacemos la Comunión, nos parecemos más a Jesús, nos transformamos más en Jesús. Como el pan y el vino se convierten en Cuerpo y Sangre del Señor, así cuantos le reciben con fe son transformados en Eucaristía viviente. Al sacerdote que, distribuyendo la Eucaristía, te dice: «El Cuerpo de Cristo», tú respondes: «Amén», o sea reconoces la gracia y el compromiso que conlleva convertirse en Cuerpo de Cristo. Porque cuando tú recibes la Eucaristía te conviertes en cuerpo de Cristo. Es bonito, esto; es muy bonito. Mientras nos une a Cristo, arrancándonos de nuestros egoísmos, la Comunión nos abre y une a todos aquellos que son una sola cosa en Él. Este es el prodigio de la Comunión: ¡nos convertimos en lo que recibimos!

La Iglesia desea vivamente que también los fieles reciban el Cuerpo del Señor con hostias consagradas en la misma Misa; y el signo del banquete eucarístico se expresa con mayor plenitud si la santa Comunión se hace bajo las dos especies, incluso sabiendo que la doctrina católica enseña que bajo una sola especie se recibe a Cristo todo e íntegro […]. Después de la Comunión, para custodiar en el corazón el don recibido nos ayuda el silencio, la oración silenciosa. Prolongar un poco ese momento de silencio, hablando con Jesús en el corazón nos ayuda mucho, como también cantar un salmo o un himno de alabanza […]. La Liturgia eucarística se concluye con la oración después de la Comunión. En esta, en nombre de todos, el sacerdote se dirige a Dios para darle las gracias por habernos hecho sus comensales y pedir que lo que hemos recibido transforme nuestra vida. La Eucaristía nos hace fuertes para dar frutos de buenas obras para vivir como cristianos. […].

Acerquémonos a la Eucaristía: recibir a Jesús que nos trasforma en Él, nos hace más fuertes. ¡Es muy bueno y muy grande el Señor!

Audiencia General 21 /3/ 2018

 

Participar en la Eucaristía compromete

[…] La Misa se concluye con la bendición impartida por el sacerdote y la despedida del pueblo. Como se había iniciado con la señal de la cruz, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, se sella de nuevo en el nombre de la Trinidad la Misa, es decir, la acción litúrgica.

[…] mientras la Misa finaliza, se abre el compromiso del testimonio cristiano. Los cristianos no van a Misa para hacer una tarea semanaly después se olvidan, no. Los cristianos van a Misa para participar en la Pasión y Resurrección del Señor y después vivir más como cristianos: se abre el compromiso del testimonio cristiano. Salimos de la iglesia para «ir en paz» y llevar la bendición de Dios a las actividades cotidianas, a nuestras casas, a los ambientes de trabajo, entre las ocupaciones de la ciudad terrenal, «glorificando al Señor con nuestra vida». Pero si nosotros salimos de la iglesia charlando y diciendo: «mira esto, mira aquello...», con la lengua larga, la Misa no ha entrado en mi corazón. ¿Por qué? Porque no soy capaz de vivir el testimonio cristiano. Cada vez que salgo de la Misa, debo salir mejor de como entré, con más vida, con más fuerza, con más ganas de dar testimonio cristiano. A través de la Eucaristía el Señor Jesús entra en nosotros, en nuestro corazón y en nuestra carne, para que podamos «expresar en la vida el sacramento recibido en la fe» (Misal Romano. Colecta del lunes en la Octava Pascua).

[…]. No debemos olvidar que celebramos la Eucaristía para aprender a convertirnos en hombres y mujeres eucarísticos. ¿Qué significa esto? Significa dejar actuar a Cristo en nuestras obras: que sus pensamientos sean nuestros pensamientos, sus sentimientos los nuestros, sus elecciones nuestras elecciones. Y esto es santidad: hacer como hizo Cristo es santidad cristiana. Lo expresa con precisión san Pablo, hablando de la propia asimilación con Jesús, y dice así: «Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gálatas 2, 19-20). Este es el testimonio cristiano. La experiencia de Pablo nos ilumina también a nosotros: en la medida en la que mortificamos nuestro egoísmo, es decir, hacemos morir lo que se opone al Evangelio y al amor de Jesús, se crea dentro de nosotros un mayor espacio para la potencia de su Espíritu. Los cristianos son hombres y mujeres que se dejan agrandar el alma con la fuerza del Espíritu Santo, después de haber recibido el Cuerpo y la Sangre de Cristo. ¡Dejaos agrandar el alma! No estas almas tan estrechas y cerradas, pequeñas, egoístas, ¡no! Almas anchas, almas grandes, con grandes horizontes... dejaos alargar el alma con la fuerza del Espíritu, después de haber recibido el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Ya que la presencia real de Cristo en el Pan consagrado no termina con la Misa la Eucaristía es custodiada en el tabernáculo para la Comunión para los enfermos y para la adoración silenciosa del Señor en el Santísimo Sacramento; el culto eucarístico fuera de la Misa, tanto de forma privada como comunitaria, nos ayuda de hecho a permanecer en Cristo.

Los frutos de la Misa, por tanto, están destinados a madurar en la vida de cada día.[…], aumentando nuestra unión con Cristo, la Eucaristía actualiza la gracia que el Espíritu nos ha donado en el bautismo y en la confirmación, para que nuestro testimonio cristiano sea creíble.

Encendiendo en nuestros corazones la caridad divina, ¿la Eucaristía qué hace? Nos separa del pecado […].

El habitual acercarnos al Convite eucarístico renueva, fortalece y profundiza la unión con la comunidad cristiana a la que pertenecemos […].

Participar en la Eucaristía compromete en relación con los otros, especialmente con los pobres, educándonos a pasar de la carne de Cristo a la carne de los hermanos, en los que él espera ser reconocido por nosotros, servido, honrado, amado.

Llevando el tesoro de la unión con Cristo en vasijas de barro (cf. 2 Corintios 4, 7), necesitamos continuamente volver al santo altar, hasta cuando, en el paraíso, disfrutemos plenamente la bienaventuranza del banquete de bodas del Cordero (cf. Apocalipsis 19, 9).

[…] Dejémonos atraer con fe renovada a este encuentro real con Jesús, muerto y resucitado por nosotros, nuestro contemporáneo. Y que nuestra vida «florezca» siempre así, como la Pascua, con las flores de la esperanza, de la fe, de las buenas obras. Que nosotros encontremos siempre la fuerza para esto en la Eucaristía, en la unión con Jesús.

Audiencia General 4 /4/ 2018