La Oración
Dr. Alexis Carrel
La oración parece ser esencialmente una tensión del espíritu hacia el substratum inmaterial del universo.
De una manera general consiste en una queja, en un grito de angustia, en una llamada de socorro, y, a veces, se convierte en una serena contemplación del principio inmanente y trascendente de todas las cosas.
Podemos igualmente definirla como una elevación del alma hasta Dios o como un acto de amor y de adoración para con Aquél a quien se debe este prodigio que se llama vida.
En realidad, la oración representa el esfuerzo del hombre para comunicarse con un ser invisible, creador de todo lo que existe, suprema sabiduría, fuerza y belleza, padre y salvador de todos y de cada uno de nosotros.
Lejos de consistir en una simple recitación de fórmulas, la verdadera oración representa un estado místico en el cual la conciencia se absorbe en Dios. Este estado no es de naturaleza intelectual y por eso se conserva inaccesible e incomprensible a filósofos y sabios. De la misma manera que el sentido de lo bello y del amor, no exige ningún conocimiento libresco.
Las almas sencillas sienten a Dios tan naturalmente como experimentan el calor del sol el perfume de una flor. Mas este Dios tan abordable para aquél que sabe amar, se oculta en cambio ante quien no sabe comprenderle.
El pensamiento y la palabra se sienten impotentes cuando intentan describirle. Por eso la oración encuentra su más alta expresión en un arrobo de amor a través de la noche oscura de la inteligencia.
¿Cómo se debe orar? Hemos aprendido la técnica de la oración con los místicos cristianos desde San Pablo de Tarso hasta San Benito de Nursia, y hasta esa multitud de apóstoles anónimos que durante veinte siglos, iniciaron a los pueblos de Occidente en la vida religiosa.
El Dios de Platón era inaccesible en su grandeza. El de Epicteto confundíase con el alma de las cosas. Jehová era un déspota oriental que inspiraba temor y no amor. El cristianismo, por el contrario, colocó a Dios al alcance del hombre. Le dio un rostro, le hizo nuestro padre, nuestro hermano, nuestro salvador. Para llegar hasta Dios no hay necesidad de un ceremonial complicado ni de sacrificios cruentos. La oración se convierte de este modo en un acto fácil y de prácticas sencillas.
Para orar basta solamente el esfuerzo que intentamos hacer para elevarnos a Dios. Tal esfuerzo debe ser afectivo y no intelectual.
Una meditación sobre la grandeza de Dios, por ejemplo, no es una oración, a no ser que sea al mismo tiempo una expresión de amor y de fe. Y así, la oración, según el método de La Salle, parte de una consideración intelectual que inmediatamente se convierte en afectiva.
Sea corta o larga, vocal o sólo mental, debe ser siempre la súplica semejante a la conversación que una criatura tiene con su pare. «Cada una se manifiesta conforme es», decía en cierta ocasión una humilde Hermanita de la Caridad que desde hacía treinta años consagraba su vida al servicio de los pobres. En resumen: se reza, como se ama, con todo nuestro ser.
En cuanto a la forma de la oración, ésta varía desde la breve elevación a Dios hasta la contemplación, desde las simples palabras pronunciadas por la campesina que se arrodilla ante Dios en la encrucijada de los caminos hasta la magnificencia del canto gregoriano bajo las bóvedas de una espléndida catedral. La solemnidad, la belleza y lo grandioso no son necesarios para la eficacia de la oración.
Muy pocos hombres han sabido orar como San Juan de la Cruz o como San Bernardo de Claraval. Mas no es preciso emplear una gran elocuencia para ser escuchado.
Cuando se aprecia el valor de la oración por sus resultados, nuestras más humildes palabras de súplica y alabanza parecen tan aceptables al Señor de todo lo creado como las más bellas invocaciones.
Fórmulas recitadas mecánicamente son también, en cierto modo, una oración. Sucede lo mismo que con la llama de un cirio. Basta para ello que esas palabras sin vida y esa llama material simbolicen el impulso de un ser humano hacia Dios.
También se puede orar por medio de la acción. San Luís Gonzaga afirmaba que el cumplimiento del deber es equivalente a una plegaria. La mejor manea de comunicarse con Dios es, sin duda alguna, cumplir íntegramente su voluntad: Padre nuestro, venga a nos el tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo ... »
Ahora bien, hacerla voluntad de Dios consiste, evidentemente, en obedecer las leyes de la vida tal como se encuentran grabadas en nuestros tejidos, en nuestra sangre y en nuestro espíritu.
Las oraciones que se elevan como una espesa nube desde la superficie de la tierra, difieren tanto unas de otras como la personalidad de los seres que rezan. Pero consiste en variaciones sobre dos mismos temas: la amargura y el amor.
Es completamente justo implorar el auxilio de Dios para obtener aquello que necesitamos. No obstante, sería absurdo pedir la realización de un capricho o aquello que depende de nuestro propio esfuerzo. La petición constante, obstinada y tenaz obtiene un feliz resultado. Un ciego sentado a la vera de un camino lanzaba sus súplicas en voz cada vez más alta, a pesar de que las personas que le escuchaban le ordenaban callar. «Tu fe te ha curado», le dijo Jesús al pasar.
En su forma más elevada la oración deja de ser una súplica. El hombre manifiesta al Señor de todo lo existente que le ama, que le agradece sus bondades, y que está dispuesto a cumplir su voluntad sea cual fuere. El rezo se convierte de esta manera en contemplación. Un viejo campesino se hallaba sentado solo en el último banco de una iglesia vacía. «¿Qué esperáis?» -le preguntaron- «Yo le miro -respondió el interpelado- y El me mira».
El valor de una técnica se mide por sus resultados. Toda técnica de oración es buena cuando pone al hombre en contacto con Dios.
¿Dónde y cuándo se debe orar? Se puede orar en todas partes: en la calle, en automóvil, en tren, en la oficina, en la escuela, en la fábrica. Pero donde mejor se puede hallar a Dios es en contacto con la Naturaleza: en el campo, en las montañas, en los bosques o en la soledad de la habitación.
Existen también las oraciones litúrgicas que se practican en la iglesia. Mas sea cual fuere el lugar de la oración, Dios no habla al hombres hasta que éste no ha logrado establecer la calma en sí mismo.
La paz interior depende al mismo tiempo de nuestro estado orgánico y mental y del medio en que nos desenvolvemos habitualmente. La paz del cuerpo y del espíritu es difícil de conseguir en medio del bullicio, de la confusión y disipación de las ciudades modernas.
Hoy en día existe una gran necesidad de lugares destinados a la oración, y éstos son preferentemente las iglesias, donde los habitantes de las ciudades puedan encontrar, aunque sea durante un breve momento, las condiciones físicas y psicológicas indispensables para lograr la paz interna.
No sería difícil ni costoso crear unas islas de calma acogedoras y bellas en medio del tumulto de las grandes capitales. En el silencio de estos refugios podrían los hombres, elevando sus pensamientos a Dios, reposar sus músculos y sus órganos, distender el espíritu, aclarar el raciocinio y recibir la fuerza suficiente para soportar la dura vida con que los abruma nuestra civilización.
Sólo acostumbrándose a ello, la oración influye sobre el carácter. Es por lo tanto necesario rezar con frecuencia. «Piensa en Dios más veces que las que respiras» decía Epicteto. No obstante sería absurdo que orásemos por la mañana y el resto del día nos portásemos como salvajes.
Pensamientos brevísimos o invocaciones mentales pueden ayudar al hombre a mantenerse en la presencia de Dios, ya que toda nuestra manera de proceder estaría entonces inspirada por la oración.
Así entendida la súplica se convierte en una norma de vida.