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Educación y valores


El proceso de maduración de la persona se produce de manera escalonada, los valores no se adquieren todos a la vez o en cualquier momento. Su adquisición se produce poco a poco, en función de factores tales como la edad, la motivación, la familia, etc.

Es cierto que los valores están intrínsecamente conectados. En este sentido resulta difícil interiorizar la solidaridad si no se vive la generosidad en el día a día, no se puede ser laborioso sin vivir la fortaleza, etc.

Con el fin de facilitar la labor de los padres a continuación, se expone qué valores son los que se desarrollan en las distintas edades. De esta manera se gana en efectividad, porque sin olvidar el conjunto es más fácil centrarse en aquello que el niño o el joven, ya sea por su edad o su momento psicológico, está en disposición de desarrollar.

De 0 a 7 años:

Hasta los 7 años la educación en valores debe centrarse en el orden, la obediencia y la sinceridad. Son estos tres valores la base de la educación. A partir de ellos crecerán los demás y serán la base de una vida feliz y equilibrada.

La manera básica de vivir valores en esta edad es por medio de hábitos, es decir, de la repetición de actos operativos concretos de orden, obediencia y sinceridad.

· Educar el orden:

Podríamos decir que un niño tiene el valor del orden cuando se comporta de acuerdo con unas normas lógicas, necesarias para el logro de algún objetivo deseado y previsto, en la organización de las cosas, en la distribución del tiempo y en la realización de las actividades, por iniciativa propia, sin que sea necesario recordárselo.

El desarrollo del valor del orden, como todos los valores morales, tiene dos facetas: la intensidad con que se vive y la rectitud de los motivos al vivirla. Ocurre, en ocasiones, que el orden llega a ser un fin y convendría aclarar, desde el principio, que este valor debería ser gobernado por la prudencia.

En un ambiente familiar de alegría, tranquilidad, confianza y cariño se debe exigir a los niños que recojan los juguetes que han utilizado, habrá que facilitarles la labor proveyéndoles de cajas de colores, estanterías a su altura, etc. Será bueno también explicarles él porqué del orden con el fin de que no sean maniáticos del orden por el orden y que vean las ventajas de ser ordenados. Con visión del futuro, a nadie se le escapa la importancia del orden en un trabajo profesional eficaz.

Adquirir el valor del orden va mucho más que acomodar cosas y objetos, es poner todas las cosas de nuestra vida en su lugar. Por ejemplo nadie sale del trabajo a media mañana para ir a jugar un partido de fútbol con los amigos, tampoco a nadie se le ocurre amar perdidamente a su mascota y desatender a sus hijos. Sin embargo el desorden puede estar disfrazado muy sutilmente y es fácil darle tres o cuatro horas más al trabajo y no estar con la familia, y uno puede sentirse muy tranquilo porque "está poniendo en orden sus prioridades". Si, el trabajo es importante, pero tiene su espacio y sus límites. Igualmente ocurre con aquella persona que decide no tomar una oportunidad única de trabajo porque le implica sacrificar un poco de su familia. El valor del orden debe ayudarnos a darle a cada cosa su peso, a cada actividad su prioridad. A cada afecto el espacio que le corresponde.

El orden interior se refleja en todas nuestras cosas. Si recreamos nuestra imaginación en fraguar proyectos un tanto inalcanzables, nos entretenemos en pensar qué haremos el próximo fin de semana, o en los nuevos accesorios para nuestro automóvil, difícilmente nos concentraremos en las cosas importantes que debemos hacer y perdemos un tiempo valioso. En este ambiente ficticio esta la pereza, no nos extrañe que nos cueste "mucho trabajo" recoger las cosas o terminar a tiempo cualquier actividad.

La falta de orden se presenta muchas veces con el activismo: dar la apariencia de hacer... sin hacer. En medio de nuestras ocupaciones habituales, e incluso con alto rendimiento y eficacia personal y profesional, podemos estar rodeados de papeles, objetos, libros, cajones de uso múltiple y adornos de todo tipo. Este descuido generalmente va acompañado de un propósito de arreglo, pocas veces concretado debido a la prisa por hacer lo "verdaderamente importante", pero el orden exige plasmar en la agenda un momento y tiempo determinado para cuidar este pequeño pero significativo detalle, cada cual sabe dónde deben estar las cosas.

La alegría, la convivencia, los planes personales y una gran capacidad de trabajo caracterizan positivamente a la persona, sin embargo, todo aquello que se omite o se hace fuera de tiempo y oportunidad, provoca desorden e ineficiencia.

Algunas personas no tienen el interés o la conciencia de la importancia de este valor porque todo lo tienen resuelto, tienen a su alrededor, personas (en el hogar, oficina, escuela, etc.) que se ocupan de la limpieza y disposición de las cosas para crear un ambiente agradable. Esta comodidad en nada favorece a quienes cuentan con este "servicio". Pensemos en los niños y jóvenes (aunque los adultos no escapan del todo) que no hacen nada en este aspecto; tarde o temprano tienen dificultades para organizar su tiempo de estudio, elaborar y cumplir con sus trabajos escolares, perder con frecuencia todo tipo de objetos o abandonarlos en cualquier lugar. Si lo vemos en futuro, su capacidad de trabajo estará seriamente afectada por la falta de práctica y ejercicio de este valor.

Por el contrario, toda persona que vive el orden en extremo (más que meticuloso, un perfeccionista molesto) dificulta la convivencia y manifiesta poca comprensión hacia las personas, y eso aniquila su rectitud de intención en este valor, suplantándolo por la soberbia y la intolerancia. El orden debe tener un equilibrio.

Otro aspecto esencial dentro de este valor es el de la distribución del tiempo. Y, a su vez, uno de los problemas más importantes que encontramos en relación con la distribución del tiempo es saber lo que es importante y lo que es urgente y, a continuación, no sacrificar continuamente lo importante a lo urgente.

Como todos los valores, el orden se educa mucho mejor con el ejemplo, por eso, estas son algunas de las sugerencias que pueden ayudar a los padres a vivir mejor el valor del orden, para educarlo en sus hijos:

- Dedica tiempo a la familia, con este ejemplo, todos aprenderán que ordenas tu vida de acuerdo a tus responsabilidades, dando a los tuyos la prioridad que les corresponde.

- Lleva una vida espiritual de acuerdo a los preceptos de tu religión, son normas de conducta que facilitan y hacen nuestra vida mejor.

- Planea tus gastos.

- Distribuye tu tiempo, así serás puntual, cumplirás según lo previsto y tu persona adquiere formalidad.

- Cuida tu persona por dentro y por fuera: Conserva un buen aspecto personal aún los fines de semana y en temporada de vacaciones; establece un horario fijo para el descanso y los alimentos.

- Da un correcto uso a las cosas y mantenlas en orden en su lugar correspondiente; igualmente procura la limpieza y cuidado de todo.

Es tan importante en todos los aspectos de la vida el valor del orden que vale la pena el esfuerzo por cultivarlo: formalidad, eficacia, pulcritud, cuidado... El valor del orden puede cambiar significativamente nuestras vidas, pero aún más importante, la vida de quienes nos rodean.

 

· Educar la obediencia:

 

Con respecto a la obediencia, la lucha se centrará en que los niños obedezcan a la primera, sin necesidad de gritos o repeticiones de la orden dada. Para ello, entre otras cosas habrá que asegurarse de que el niño ha entendido bien lo que se le ha dicho, sabe hacerlo y es adecuado a su edad.

 

Es importantísimo que los niños lleguen a comprender el valor de la obediencia. Haciendo caso a los adultos, los chicos actúan con un objetivo concreto y preciso en vez de seguir los impulsos de las propias ganas o apetencias. Obedeciendo encauzan sus energías y capacidades lo que les ayudará a construir una personalidad fuerte y definida. Pero para que haya obediencia ha de existir autoridad efectiva de los adultos: no hay que tener miedo a exigir.

 

Contar con un horario les ayudará a desarrollar su capacidad de autoexigencia. Es bueno que los niños cumplan un plan. Si desde pequeños se acostumbran a hacer en cada momento lo que deben y no lo que les apetece, habremos avanzado decididamente hacia una voluntad fuerte. Dentro del horario tiene una particular importancia la puntualidad en el comienzo de las tareas.

 

La exigencia es generadora de una mayor motivación, y ésta, a su vez, conduce a los niños a implicarse y a esforzarse con mayor intensidad en sus tareas cuando son portadoras de sentido. La simple imposición de una exigencia y el miedo a las eventuales consecuencias negativas de su incumplimiento no conducen, en la mayoría de los casos, a una mayor motivación por la realización de las tareas y los aprendizajes ni incrementan la disposición de la persona a esforzarse.

 

Las personas se esfuerzan en la realización de una tarea o actividad cuando entienden sus propósitos y finalidades, cuando les parece atractiva, cuando sienten que responde a sus necesidades e intereses, cuando pueden participar activamente en su planificación y desarrollo, cuando se perciben como competentes para abordarla, cuando se sienten cognitiva y afectivamente implicados y comprometiéndose en su desarrollo, cuando pueden atribuirle un sentido.

 

Importancia de la disciplina

 

Un buen medio para fortalecer la voluntad consiste en seguir una disciplina y una exigencia. Por ejemplo, ateniéndose a unas normas de convivencia en casa, en el colegio... Por eso son convenientes los juegos y deportes: en ellos deberán observar unas reglas elementales que les creen hábitos de disciplina: horarios de entrenamiento, obedecer al entrenador, cuidar de su material, etc.

 

Al hacer vivir esta disciplina hay que tener en cuenta el modo de ser, la edad y las posibilidades de cada uno de los hijos, respetando su personalidad y sabiendo conjugar la exigencia y la firmeza, con el cariño y la comprensión.

 

En un mundo desordenado, la disciplina externa es necesaria e incluso esencial. Debemos recordar que los niños no tienen la capacidad suficiente para conducirse por sí mismos.

 

En determinados momentos de la vida, los padres y profesores se ven obligados a poner límites a la conducta, a establecer algunas reglas externas y con el tiempo, entregan a los niños y jóvenes la responsabilidad de conducirse por sí mismos de manera adecuada.

 

Llevado al terreno profesional, es incuestionable que todo trabajo implica disciplina, respeto a las normas, horarios, obediencia a los jefes jerárquicos….Empezar a inculcar a los hijos desde pequeños esta virtud, equivale a formar buenos profesionales para el futuro. La sinceridad será exigible sin olvidar que los niños también tienen mucha imaginación y que las invenciones no constituyen mentira si detrás no hay intención de ocultar algo.

 

No hemos de olvidar que educar en la obediencia y la disciplina exige el ejercicio de una autoridad responsable por parte de los padres. Existe hoy en día un cierto complejo paterno a ejercer una autoridad sobre los hijos, por temor a dejar de ser sus “amigos o colegas”. Pero hemos de tener muy claro que los hijos necesitan que seamos su padre y su madre, no sus amigos. Y ser su padre y su madre, como ellos demandan, exige el ejercicio de la autoridad que tenemos sobre ellos.

 

A titulo de ejemplo, se sugieren algunas pautas educativas en esta edad:

 

– La alabanza, la alegría son herramientas de apoyo para que el niño disfrute haciendo el bien.

 

– El ejemplo de los padres es fundamental, ¿cómo será posible exigir al niño sinceridad si en casa se miente, o exigir en orden si el padre tiene su mesa desordenada de manera continua? Los hijos valoran que sus padres luchen por ser mejores, y no que sean perfectos.

 

Por último es importante reseñar que la trilogía valor–lucha–felicidad debe ser conocida por los niños, así como que los valientes son los sinceros y obedientes, no quienes mienten o desobedecen.

 

De 7 a 12 años:

Entre los 7 y los 12 años (periodo conocido como preadolescencia) los niños se encuentran en un momento decisivo de su vida. Es la etapa en la que hay que comenzar a desarrollar las principales virtudes. El abanico de posibilidades se abre: fortaleza, perseverancia, laboriosidad, responsabilidad, paciencia, sociabilidad. Como se puede ver, todas ellas relacionadas con la principal actividad del niño, con su profesión: estudiar.

 

La fortaleza supone acabar un trabajo comenzado y no dejarse rendir por la apetencia o el cansancio: no quejarse, creando mal ambiente entre los compañeros de trabajo y bajando el rendimiento; cosas tan sencillas – y difíciles – como mantener un horario de estudio (perseverancia), resistir los inconvenientes (calor, cansancio) sin quejarse excesivamente, o resistir el atractivo de ver un programa de TV en vez de estudiar. Estos pequeños vencimientos son indispensables para un desarrollo equilibrado de la personalidad. Las primeras piedras se ponen a través de hábitos buenos.

 

La sociabilidad supone abrirse a los demás, haciendo amigos en el trabajo, fomentando un ambiente alegre y optimista que ayuda a las personas a ser mejores y más alegres.

 

La laboriosidad se puede concretar en realizar con empeño y alegría los deberes escolares.

 

Una tarea urgente para hacer de los niños personas que sepan afrontar las dificultades, consiste en enseñarles el valor del esfuerzo, la necesidad de una voluntad fuerte.

 

Hay que luchar y evitar la formación de una personalidad débil, caprichosa e inconstante, propia de personas incapaces de ponerse metas concretas y cumplirlas. Al no haber luchado ni haberse esforzado a menudo en cosas pequeñas, tienen el peligro de convertirse en no aptos para cualquier tarea seria y ardua en el futuro. Y, la vida está llena de este tipo de tareas.

 

La voluntad para la lucha, la capacidad de sacrificio y el afán de superación, si no se consiguen, se cae en la mediocridad, el desorden, la dejadez... Por eso, no es de extrañar que hayan llamado a la fuerza de voluntad la facultad de la victoria.

 

Para poder educar en sus hijos el valor del esfuerzo y una educación basada en el mismo, es necesario tener en cuenta unos criterios generales:

 




Criterios para fomentar en los niños el valor del esfuerzo:

 

  • El ejemplo por parte de los adultos tiene una gran importancia, especialmente el de los padres. Los chicos necesitan motivos valiosos por los que valga la pena esforzarse y contrariar los gustos cuando sea necesario. Hay que presentar el esfuerzo como algo positivo y necesario para conseguir la meta propuesta: lo natural es esforzarse, la vida es lucha.
  • Es necesaria cierta exigencia. Con los años, es lo deseable, se transformará en autoexigencia. Hay que plantear metas a corto plazo, concretas, diarias, que los padres puedan controlar fácilmente: ponerse a estudiar a hora fija, dejar la ropa doblada por la noche, acabar lo que se comienza, etc.
  • Las tareas que se propongan a los niños han de suponer cierto esfuerzo, adaptado a las posibilidades de cada uno. Que los chicos se ganen lo que quieren conseguir. Las tareas tendrán una dificultad graduada y progresiva, según vayan madurando. Conseguir metas difíciles por sí mismos, gracias al propio esfuerzo, les hace sentirse útiles, contentos y seguros.

Dos conceptos claves para la promoción del esfuerzo: voluntad y motivación.

La voluntad se puede trabajar y entrenar día a día con el fin de automatizar los comportamientos y así disminuir la sensación de esfuerzo. La paciencia es el soporte esencial de la voluntad y si el adulto no es capaz de tenerla, mal va a poder enseñarla al niño.

No hay esfuerzo si no hay motivo. Sin motivación es imposible que alguien luche por una meta. Sin una meta, sin un objetivo… no existe el movimiento.

Será de la motivación de donde surja la disposición para el esfuerzo. Detrás de cada actividad que realizamos siempre hay una motivación que actúa como el motor que nos va a permitir realizar el esfuerzo necesario para alcanzar las metas.

Por tanto, es básico conocer, aplicar y generar las motivaciones que impulsan al niño, para lo que se deberá conocer y escuchar a los hijos, entrenándoles en la capacidad de motivarse a sí mismos, de encontrar en la satisfacción del deber cumplido la mejor recompensa. Esperar la suerte, la lotería, ser “elegido”… son respuestas pasivas que no implican apenas esfuerzo. No hay esfuerzo cuando se tiene todo lo que se desea, no hay esfuerzo cuando antes de abrir la boca se tiene una necesidad cubierta.

La capacidad de esfuerzo está en cada uno de los individuos, pero es fácilmente desviable hacia derroteros distintos de la correcta conducta, cuando se ven bombardeados por otras expectativas de vida, el éxito fácil de algunos ídolos, la precariedad del empleo, el nulo esfuerzo para alcanzar otras metas más elementales…

Cuando los niños son pequeños, las motivaciones vendrán dadas por las recompensas externas, la valoración social y la atracción de la actividad asociada al juego (motivación extrínseca). Poco a poco se les irá enseñando a desarrollar motivaciones relacionadas con la experiencia del orgullo que sigue al éxito conseguido y al placer que conlleva la realización de la tarea en sí misma (motivación intrínseca).

La motivación intrínseca es aquella que permite hacer algo porque se está interesado directamente en hacerlo y no por otra razón. Contamos con algunos recursos para desarrollar la motivación intrínseca: desde el campo intelectual, curiosidad y desafío, y desde el emocional, el placer y autoconocimiento.

La combinación de voluntad y motivación necesita ser “regada” por una abundante dosis de alegría, ilusión, cariño y ejemplo.


El dominio de sí mismo

Es otra buena escuela para el fortalecimiento de la voluntad. El autodominio consiste en controlar los impulsos espontáneos que no vengan a cuento: levantarse mientras se estudia, gritar, lanzarse a por su comida preferida, incluso antes de que se ponga el plato encima de la mesa... Poco a poco, chicos y chicas deben controlarse y, en concreto:

o Vencer el mal humor.

o Saber acabar todos los proyectos que han empezado.

o Dominar la impaciencia.

El vencimiento habitual en estas cosas, aparentemente menudas, va creando hábitos de autodominio, de renuncia. A veces convendrá renunciar a cosas buenas para robustecer esta fuerza de voluntad e ir alcanzando la madurez: no salir hasta que se haga la tarea; estudiar para luego poder ver la televisión, etc. Otras veces, interesará crear las ocasiones: preparar una excursión en la que se ande mucho, preparar una actividad no especialmente del agrado de los hijos...

No acepte la mediocridad. Sin duda alguna, no hay medio más efectivo para desarrollar la fuerza de voluntad que el trabajo; pero el trabajo bien hecho. Una persona que desde pequeña se acostumbra a trabajar esforzadamente, no se dejará llevar por la ley del capricho y el antojo. Para ello, debemos exigir realizar sus actividades con perfección. Que terminen bien las cosas, y no se acostumbren a hacer las cosas de cualquier manera, o a dejar sus tareas a medio hacer.

La obra bien hecha, el trabajo bien acabado, es un fundamento seguro para educar una voluntad fuerte y la virtud de la laboriosidad. Para que el trabajo cumpla su función educativa, ha de ser realizado con la mayor perfección de que es capaz la persona en cada momento.

Lo fundamental está en llegar a transmitir a las familias que la capacidad de esfuerzo no viene de nacimiento; que precisa de un entrenamiento basado en la creación de hábitos firmes, a través del orden y la constancia desde los primeros momentos de la vida del niño; que es necesario promover en sus hijos motivos suficientes que les hagan sentir que merece la pena el esfuerzo realizado.

Proponemos a continuación, algunas estrategias concretas que ayudan a desarrollar la virtud del esfuerzo en los niños:

· Evitar adjudicarse el papel de “esclavos” de los hijos. No hacer por ellos lo que pueden realizar por sí mismos. Desde pequeños han de ir asumiendo sus responsabilidades por básicas que sean.

· Ayudarles a ser autosuficientes.

· Enseñarles a calibrar adecuadamente el coste de las demandas que conlleva la sociedad de consumo y a ser críticos con las necesidades que genera.

· Aprovechar cualquier momento para destacar explícitamente el esfuerzo que hay detrás de los logros.

· Inculcarles que no todo es de usar y tirar.

· Acostumbrarles a que adquieran compromisos y exigirles su cumplimiento, enseñándoles previamente a establecerse metas realistas.

· Enseñarles con nuestro propio comportamiento, a superar con humor las situaciones frustrantes.

· Entrenarles para poder tomar sus propias decisiones, desde ir al cine o al parque hasta decidir sus estudios. Enseñarles a asumir las consecuencias de esas decisiones.

· Promover su generosidad procurando que compartan, regalen y participen en actos solidarios.

· Ayudarles a controlar sus impulsos para que sean capaces de demorar las gratificaciones y tolerar la frustración. Para ello es importante: no ceder en seguida a sus caprichos; anticiparles los momentos gratificantes; hablar con ellos sobre el futuro y favorecer que se tracen algún pequeño proyecto a medio-largo plazo; favorecer la realización de colecciones o cualquier afición que suponga esfuerzo y perseverancia; dosificar los regalos, asociarlos a algún éxito propio; no permitir que dejen las cosas sin acabar; mostrarse pacientes y constantes con ellos.

Por último y como conclusión, decir que para educar al individuo en el esfuerzo, podemos proponer una serie de objetivos concretos, a corto plazo, que podamos controlar diariamente. La fuerza de voluntad se forja en cumplir habitualmente todo lo que hay que hacer, aunque no apetezca. Así, una semana podemos decirle que se esfuerce por acabar siempre su tarea; otra, que asista puntualmente a clase, etc.

Valores de 13 a 18 años:

Entre los valores que se deben fomentar en la adolescencia, destacamos el sentido común y la prudencia, la generosidad y la justicia, la laboriosidad, la autoestima y el optimismo. En estas edades, de 13 a 18 años, de poco servirá que se vivan los valores por imposición, ya es tiempo de que los hagan suyos y actúen así porque los van interiorizando.

· El sentido común:

El sentido común es esa capacidad de pensar, de razonar, que los hombres poseemos, en mayor o menor grado. El diccionario de la RAE, textualmente, sobre el sentido común dice: facultad que la generalidad de las personas tiene de "juzgar razonablemente de las cosas". Esa capacidad, como todas, puede aumentar o disminuir y ello sucede, en función del uso que hacemos de la misma. Si no la utilizamos se atrofia, y al contrario, si nos acostumbramos a pensar, a reflexionar frecuentemente, va creciendo y haciéndose, no sólo mas grande, con mayor amplitud, sino que también, se hace mas precisa, mas aguda y penetrante. De otra parte, el pensar alienta los deseos de saber, de conocer, de alcanzar la sabiduría y ello estimula nuestro afán de aprender, en definitiva nuestro interés por el estudio.

Además, pensar hace posible el valor de la prudencia. Ya que la razón, ordena rectamente nuestro obrar y, facilita la elección de los medios que nos conducen a nuestra perfección o, realización personal. Etimológicamente deriva del latín prudentia, que está vinculada con providentia, ver desde lejos. Determinar el fin que se intenta, ordenando a él los medios oportunos y, prever las consecuencias, constituye una de las partes integrantes de esta virtud.

Este valor, reside en la razón. Como “recta razón en el obrar”, la prudencia es un conocimiento que tiene por fin tomar decisiones. La prudencia tiene por misión regular y dirigir el obrar. Por ello, el que posee y utiliza el sentido común -prudencia- antes de obrar, indaga; después según lo averiguado, juzga y luego, decide.

Por eso, la prudencia requiere conservar una buena memoria, que recuerde los hechos y acontecimientos, tal como sucedieron en la realidad, sin distorsiones afectivas o de interés. ¡Es tan fácil manipular el pasado! También necesita de una percepción clara de la realidad concreta y de las actuales circunstancias, para que la decisión práctica sea oportuna y realista. Por otra parte, conscientes, de que no lo sabemos todo, la prudencia exige saber preguntar e informarse. Es decir, buscar consejo de quien esté capacitado para ello. Si tenemos que actuar ante algo que nos resulta sorprendente e inesperado se pide de la prudencia que sea objetiva. Las viejas recetas ya no sirven, pero eso no quiere decir que tengamos que caer en el relativismo. A nuevos tiempos, nuevas recetas. Y por último el sentido común, es decir el buen uso de la razón para juzgar los casos particulares. La prudencia necesita del buen razonamiento, para poder aplicar rectamente los principios universales a los casos particulares, que son variados e inciertos.

La prudencia también requiere la previsión, que consiste en ver de lejos y anticiparse a los sucesos, no basta decir que “prevé las consecuencias de un hecho (ya lo decía yo); es preciso que proporcione al hombre los medios necesarios para que alcance su fin”. Así como es propio de la previsión descubrir lo que es conveniente para el fin, la prudencia nos exige mirar alrededor de nosotros y considerar si ello, es conveniente a ese fin, dadas las actuales circunstancias. Finalmente es necesaria la precaución, para elegir los bienes y evitar los males y los obstáculos exteriores, que puedan impedir la efectiva realización del fin. Todo ello son aspectos de un mismo hecho: reflexionar, pensar.

Todo esto, que parece tan complicado y técnico, no es otra cosa, que aplicar el sentido común a nuestro actuar, para alcanzar así, el fin que nos es natural y nos hemos propuesto. Dicen, que el sentido común es -cada vez más- el menos común de los sentidos, y ello se debe a que pensamos menos, reflexionamos menos, y por tanto, actuamos de manera imprudente.

De manera bien intencionada y movidos por los mejores y más fuertes sentimientos, actuamos decididamente pero, nuestros actos nos llevan al fracaso, y en ocasiones, a hacer daño a las personas que más queremos. Precisamente, por quererlas tanto, olvidamos el sentido común. Se impone pensar más para ser más prudentes.

· La generosidad y la justicia:

Adquirir el valor de la generosidad es de justicia, porque nada poseemos que antes no lo hayamos recibido. Considerar las cosas como propias, sólo tiene sentido, si están al servicio de los demás. Nadie vive para si mismo. La vida entendida como servicio. Hemos nacido para servir y todo lo que tenemos ha de estar a disposición de aquellos que lo necesitan. Nuestra misión disponer libre y ordenadamente de todo lo que nos ha sido dado o hemos obtenido para el mayor bien de los demás. Por eso, da mas el que mayor entrega hace de lo que tiene, sea mucho o poco. De ahí que -desde niños- debamos cultivar el valor o fortaleza de la generosidad.

Uno de los objetivos en la formación de los chicos es que sean generosos, es decir, que actúen en favor de otra persona desinteresadamente. Está claro que resulta más fácil hacer un favor a una persona que nos resulta simpática (un hermano, un amigo) que al que nos cae mal. Este hecho se da especialmente en la adolescencia, en la que se juzga a las personas sin matices: son buenas o malas, simpáticas o antipáticas. Y los actos generosos se dirigen hacia los simpáticos y buenos. Pero esto no es auténtica generosidad, porque no se actúa a favor del que lo necesita, sino a favor del que me cae bien.

Para educar a los niños en esta virtud habrá que ir poco a poco, como por un plano inclinado. Primero ser agradables a los simpáticos y luego, con esfuerzo, con todos los demás. Si los padres aprueban los pequeños esfuerzos que hacen sus hijos, les estarán motivando a seguir con estos actos generosos.

El segundo motivo es ser generoso para conseguir una contraprestación. Esto se da cuando un niño presta o regala una cosa que necesita un compañero, pero sabiendo que otro día, cuando él necesite algo, el compañero tiene obligación de contraprestar. Es como si dijera: me debes un favor. O te doy para que me des. Esta conducta si se realiza de forma intencionada puede terminar en el egoísmo.

Por otra parte, el niño es egocéntrico, todo gira en torno de él. Pero los padres pueden abrir nuevos horizontes descubriendo que hay otras personas que necesitan algo que el chico les puede dar. Esto puede resultar más fácil si en la familia se vive un ambiente de participación y servicio a los demás. Tanto en las familias como en las escuelas es una práctica común establecer "encargos" o tareas concretas en favor de los demás y con espíritu de servicio.

Para vivir la generosidad, lo primero que hemos de ser conscientes es de nuestra capacidad de dar, de generar. Es decir, evaluar y valorar lo que poseemos puesto que ello es lo que nos permite otorgarlo a los demás y ser generosos. Hablar de generosidad y pensar en dinero o en cosas -es lo habitual- pero, también poseemos tiempo, que vale más que el dinero; capacidad de escuchar, comprender y perdonar; también podemos transmitir entusiasmo, alegría…

Así mismo, podemos ser generosos, al dejarnos ayudar por los que nos rodean, puesto que el dar les beneficia y a nosotros nos hace humildes y pacientes. No somos autosuficientes, necesitamos de los demás, ello estimula la generosidad de quienes nos quieren ayudar –sobretodo- si manifestamos nuestra sincera gratitud a los que son generosos con nosotros. Hemos de poseer una convicción profunda de que los demás tienen derecho de recibir nuestro servicio siempre que verdaderamente lo necesiten y también, que los demás tienen la obligación de ayudarnos cuando -en verdad- les necesitamos. Estos principios se transmiten con el ejemplo y tienen un límite, el que sea una ayuda necesaria, puesto que si no lo es, se convierte en una limitación para el que la recibe.

La justicia exige dar a cada uno lo suyo y la generosidad nos empuja a entregar por amor, lo que nosotros poseemos y necesitan los que están con nosotros porque, si les es necesario, ya no es para nosotros sino que ya les pertenece. Existen disposiciones legales que así lo reconocen: el deber de auxilio en carretera, la ayuda al náufrago, el deber de asistencia médica y alimentaria… Los derechos a la vida, a la enseñanza, a la salud… presuponen una actitud generosa para con aquellos que no poseen los medios para alcanzarlos y eso, eso, es de justicia.

También es de justicia, ser generosos en la sonrisa, afables, cariñosos, alegres… con los que nos rodean porque son personas, tienen sentimientos, corazón, y el derecho de ser tratados como tales. Ello es de justicia y, supone nuestra personal entrega en la vivencia de este valor de la generosidad. Es la entrega de si mismo.

La generosidad es contagiosa al igual que el egoísmo pero, ella conduce a la felicidad, al amor. Sin embargo, el egoísmo nos lleva a la soledad, a la tristeza, a la angustia. El egoísmo, fomentado por nuestra sociedad hedonista y de consumo, ha de ser vencido por aquellos, que hacen del amor a los demás, el motor que impulsa su generosidad.

 


· La autoestima:

El cimiento del crecimiento personal y la base para alcanzar la felicidad reside en la autoestima. Conócete a ti mismo, acéptate y quiérete. Este, como los demás valores, se recibe de niños y hemos de fomentarlo desde pequeños. Muy relacionado con la sinceridad, es un valor a veces manipulado y por tanto falseado, si los que han de transmitir la autoestima engañan y atribuyen cualidades u ocultan defectos que no se corresponden con la verdad de lo que somos.

El autoconcepto y la autoestima juegan un importante papel en la vida de las personas. Los éxitos y los fracasos, la satisfacción de uno mismo, el bienestar psíquico y el conjunto de relaciones sociales llevan su sello.

Tener un autoconcepto favorece el sentido de la propia identidad, constituye un marco de referencia desde el que interpretar la realidad externa y las propias experiencias, influye en el rendimiento, condiciona las expectativas y la motivación y contribuye a la salud y al equilibrio psíquicos. Toda la persona tiene una opinión sobre sí misma, esto contribuye el autoconcepto y la valoración que hacemos de nosotros mismos en la autoestima.

La autoestima de un individuo nace el concepto que se forma a partir de los comentarios (comunicación verbal) y actitudes (comunicación no verbal) de las demás personas hacia él.

La autoestima se aprende, fluctúa y la podemos mejorar. Es a partir de los 5-6 años cuando empezamos a formarnos un concepto de como nos ve nuestros padres, maestros, compañeros y las experiencias que vamos adquiriendo.

La autoestima es el grado de satisfacción consigo mismo, poniendo especial énfasis en su propio valor y capacidad; es lo que la persona se dice a sí mismo. La autoestima incluye dos aspectos básicos: el sentimiento de autoeficiencia y el sentimiento de ser valioso, el sentido mas general el se competente y valioso para otros.

Desde muy pequeño y a partir de sus experiencias, el niño se forma una idea acerca de lo que rodea y también construye una imagen personal. Esta imagen mental es una representación que, en gran medida, corresponde a las que a las otras personas piensan de el o ella.

La valoración de la imagen que el niño va haciendo de si mismo depende de la forma en que el va percibiendo que cumple las expectativas de sus padres, en relación a las metas y a las conductas que se esperen de él. Si el niño siente que sus logros están de acuerdo con lo esperado, se irá percibiendo a sí mismo como eficaz, capaz, competente… Se ira formándose el autoconcepto, surge la necesidad de ser estimado por los demás y de estimarse a sí mismo.

Autoestima es saberse capaz de superarse, e imaginándose como va a llegar a ser, tratar de comportarse como si ya lo hubiera conseguido. Poco a poco, aquel que tiene confianza en si mismo y autoestima, va creciendo y desarrollando las potencialidades ocultas que existen en cada uno. El hombre se va haciendo a sí mismo en la lucha por realizar la tarea que da sentido a su vida. Hemos de aceptar, y a menudo se nos olvida, la capacidad que la persona tiene de perfeccionamiento. El ser humano es un ser de esperanza, que confía en la libertad del hombre por encima de los condicionantes que amenacen su desarrollo como tal.

Siempre es posible crecer como personas. Podemos crecer en sabiduría, en voluntad; siempre es posible amar un poquito más, hacer más felices a los que nos rodean. Lo “imposible” es justo el reto del hombre. Y lo es ahora, con toda urgencia, cuando el mundo que nos rodea presenta la misión como totalmente imposible. El hombre hasta el momento de su muerte es proyecto inacabado que se está renovando y realizando cada día a golpe de decisión y libertad.

Creer en el hombre es creer en nosotros mismos y, desde esa autoestima, realizar la tarea para la que hemos nacido. Creer en nosotros nos lleva a creer en los demás, en su posibilidad de cambio y por tanto, en la urgencia de ayudarles a crecer y encontrar el sentido de sus vidas. Al hacerlo, y descubrirse a sí mismos, comenzarán a quererse de veras, a creer en sí y sus posibilidades y, casi sin darse cuenta, se pondrán a caminar alegres y arrastrarán con su entusiasmo a aquellos que aún vacilan inseguros y descreídos.

Esta virtud crece cada día mediante la revisión de los esfuerzos que realizamos por mejorar y al contemplar los avances en nuestra lucha por erradicar nuestros defectos. ¿Qué cosas he hecho bien hoy?... ¿En qué he mejorado?...Paso a paso, vamos haciendo el camino que nos lleva a ser aquel que -en potencia- somos.

La autoestima es el bastón del caminante en la que nos apoyamos en nuestra andadura y es tan importante para nosotros, como lo es para los demás.

¿QUÉ DISMINUYE LA AUTOESTIMA DE LOS NIÑOS?

· No satisfacer sus necesidades básicas, especialmente cuando observan que otros reciben más cariño, cuidados o sustento.

· Pasar por alto o negar continuamente sus sentimientos

· Sentirse rebajado, ridiculizado o humillado. ("Sigues siendo un bebé, nunca has sido bueno en matemáticas, eres como tu abuelo, cabezota y testarudo"...)

· Verse obligado a asumir una personalidad falsa para impresionar a los demás o para satisfacer las propias necesidades. ("Cuando estés en el colegio no digas ni hagas..., como sueles hacer", "No puedes ir con esas pintas, se te ve... ¿Qué crees que pensará la gente?")

· Verse forzado a realizar actividades inadecuadas. Forzar a los niños a hacer cosas que resultan casi imposibles para ellos.

· Verse desfavorablemente comparado con los demás. "Tú hermana jamás habría..." o "cuando teníamos tu edad, nunca..."

· Recibir la impresión de que sus opiniones o pareceres son insignificantes. En particular con respecto a decisiones o cuestiones que le afectan directamente.

· No recibir explicaciones razonables. "Se hace porque lo digo yo"

· Estar sobreprotegido. "No puedes ir solo pues, como te conocen, te darán gato por liebre"

· Castigar más de la cuenta, sobre todo si reciben la impresión de que son intrínsecamente malos ("siempre has sido un alborotador").

· Recibir pocas normas y orientaciones. Especialmente si la falta de éstas lleva a los niños a cometer errores que podrían haberse evitado y luego son humillados por cometerlos.

· Optimismo:

Junto a la virtud de la autoestima debe caminar el optimismo. Creer en uno mismo y en nuestras posibilidades es lo primero pero es necesario, además, tratar de alcanzar lo mejor, en definitiva ser, siempre y en todo momento y lugar, buscador de óptimos: OPTIMISTA. Este valor, muchas veces, criticado por los “realistas” que no ven más que dificultades insalvables que les paralizan y deprimen, es el fiel compañero que mantiene viva y en forma la autoestima.

El optimista es una persona feliz, que se acepta como es y que pretende, sencillamente, alcanzar lo mejor que en cada momento está a su alcance y es posible obtener. Busca lo mejor para los que le rodean, consciente de que sólo se obtiene la felicidad que hemos dado a los demás. Disfruta de lo que tiene buscando la mejor calidad del momento, sin agobiarse tratando de alcanzar mas de lo que tiene. Procura querer lo que tiene que hacer para disfrutar del momento sacando lo mejor de cada tarea. Rechaza la envidia, consciente de que ella le entristece y por ello, busca gozar de la fortuna, del éxito de los que le rodean, como si fueran propios.

El optimista rebosa alegría y entusiasmo, paciencia y esperanza; no se altera ante los malos momentos e infortunios, porque piensa que tras la tormenta siempre renace la calma. El buscador de óptimos sabe que lo mejor que puede hacer para garantizar un futuro feliz, es serlo en el momento presente. No se deja atrapar por sentimientos que le llegan rebozados de suave y dulce melancolía porque ello perturba su presente. El optimista, no espera a que cambien las circunstancias y las personas para afrontar y solucionar los problemas sino, que se pone a realizar lo que puede para que ambas cambien.

El optimista busca, con una mirada inteligente, lo que hay de bueno, de bello, de amor…en las cosas y en las personas que trata cada día. Y ello, en cada momento de su jornada, porque es un incansable buscador de óptimos, de lo mejor que existe en la naturaleza, en las cosas y en las personas que le rodean. El optimista goza con ello y así –sencillamente- es feliz. El optimista se quiere a sí mismo, porque sabe apreciar todas las cosas buenas que ha recibido y siente gratitud y gozo por ello.

El optimismo no vacuna contra la pena o los problemas. Solamente nos enseña a enfrentar las situaciones adversas. La gente optimista siempre encuentra el lado positivo: el optimista es el que encuentra la verdad, el que ve las cosas en la justa dimensión para poder enfrentarlas y enriquecerse en el proceso.

Los efectos del Pesimismo, por el contrario son

- Se vive con más desesperanza y ansiedad, se plantea el peor de los escenarios siempre.

- Tienen menos logros y rendimientos inferiores en trabajo, colegio, relaciones humanas, rinde menos de lo que sus talentos le permite porque enfrenta mal los problemas.

- Presentan más problemas de salud

Para educar el optimismo debemos

- Practicarlo primero, es decir, ¡debemos tener para entregar!

- Podemos seguir algunos pasos simples:

• Introducir una “cuña” entre nuestras reacciones y nuestros pensamientos automáticos. Hay que detenerse un segundo a pensar en otras alternativas.

• Dominar nuestro lenguaje interno. Escuchar lo que nos decimos al enfrentar un problema y cuestionarlo para ver si estamos siendo “realistas” o viendo todo “negro”.

• Hablarle a nuestros hijos del concepto de pesimismo y optimismo para que puedan reconocerlos cuando los vean. Incluir el concepto de la búsqueda de la verdad (“... y la verdad os hará libres” Jn. 8,32b) para ver las cosas del tamaño que son.

• Cuestionar lo que nos presentan como verdades. Buscar las propias verdades. Investigar la dimensión de las cosas que nos rodean. Por ejemplo, ¿Somos más violentos ahora que hace 100 años? Para este proceso de descubrimiento, debemos actuar como Sherlock Holmes buscando evidencia o como Hércules Poirot buscando evidencia en contra. Se deben buscar alternativas, puntos de vista distintos para la misma verdad.

• Debemos tener la capacidad de construir escenarios: el malo, el bueno y el probable al enfrentar un determinado problema. Esto nos permitirá tener un plan de acción.

El optimista es un entusiasta que vive las pequeñas cosas de cada día como una apasionante aventura que él llena de amor y ello lo proporciona felicidad. No espera grandes acontecimientos para moverse y vivirlos con intensidad sino que hace de lo cotidiano algo intenso y vivo porque todo lo hace con entusiasmo, buscando lo mejor de cada cosa y de cada instante.

El entusiasmo confiere al optimista poder, fortaleza, tenacidad, y hace que su talante resulte atractivo. Le hace sentirse orgulloso y responsable de su trabajo. El entusiasmo del optimista es cálido y fuerte, se hace sonrisa, crea ilusión y esperanza. El optimista busca el amor y lo encuentra al darlo con entusiasmo. Pero el entusiasmo se nutre del amor y así, en compañía, hacen feliz al hombre que busca la felicidad y la encuentra de la mano de este valor tan inusual como necesario.

 Laboriosidad:


Junto a la autoestima y el optimismo aparece un tercer valor que hemos de desarrollar para alcanzar la felicidad que anhelamos, y lograr así, nuestra propia realización personal: la laboriosidad. El hombre encuentra el sentido de su vida en la realización de las tareas que su naturaleza, condición y circunstancia le presentan como lo mejor que puede hacer. La dificultad que presenta el adquirir este valor o fortaleza es que –poseerlo- cuesta esfuerzo. Ser trabajador es laborioso, costoso, supone esfuerzo.

Es evidente que existe una relación entre esfuerzo y voluntad ya que, poseer una recia voluntad hace, que la realización de las tareas que nos proponemos, suponga un menor esfuerzo. De la misma manera que poseer fuerza muscular, hace que sea menos costoso levantar pesos. Desarrollar la fuerza de voluntad ayuda a acometer con un menor esfuerzo las labores que queremos y hemos de realizar. Desarrollar la fuerza de voluntad hará mas fácil el desarrollo de esta fortaleza o valor, que ha de proporcionarnos, que incluso los trabajos que realicemos nos resulten fáciles y hasta placenteros. Conseguir una voluntad auténtica es el objetivo y se logra de la misma manera que todos los valores, mediante repetición de actos. Así un acto de la voluntad es tanto mas perfecto cuanto menos esfuerzo exige, ya que mientras es necesario el esfuerzo, es porque todavía no hemos logrado el control del acto voluntario. Nuestra voluntad es poderosa gracias a los hábitos, gracias a los cuales hacemos de manera automática aquello que hemos decidido anteriormente. Pero lograr una voluntad fuerte sin esfuerzo, sin haber pasado antes por el ejercicio costoso de repetir actos que van creando en nosotros “músculo mental”, es imposible.

Decidir lo que se pretende hacer, pasar a la acción, evaluar nuestros progresos en la obtención del objetivo propuesto y realizar los cambios y adaptaciones necesarias -insistiendo- hasta alcanzar el objetivo son los pasos en los que se templa la voluntad. La voluntad se forja en el reiterado ejercicio de la misma acometiendo los objetivos, por pequeños que sean, que nos hemos propuesto alcanzar en las diferentes áreas del actuar humano. No importa la edad, cada uno -en su circunstancia- tiene un proyecto, unas metas que quiere alcanzar, en su lucha por lograr realizarlo es donde se forja su voluntad.

La autoestima y el optimismo, valores que acompañan a la laboriosidad, son necesarios para perseverar y alcanzar el éxito que pretendemos obteniendo esta fortaleza que llena y de plenitud y satisfacción al hombre laborioso. La autoestima aporta esa fuerza que da el saberse capaz de superarse, e imaginándose como va a llegar a ser, tratar de comportarse como si ya lo hubiese conseguido. La autoestima crece cada día al contemplar los avances en nuestra lucha por superarnos. El optimismo nos hace buscar con una mirada inteligente lo que hay de bueno, de bello, de amor...en las cosa y en las personas porque, el optimista es un incansable buscador de óptimos, de lo mejor que hay en la naturaleza, en las cosas, en las personas que nos rodean.

Es el trabajo de cada día es el que nos educa al realizarlo con prontitud, cuidado y bien hecho, “que el hacer las cosas bien importa mas que el hacerlas”. Él, va forjando este valor de la laboriosidad, educando la voluntad. Y ello, al obtener el autodominio que nos lleva, evitando el atractivo de lo fácil y cómodo, a superarnos, realizando el esfuerzo necesario que precisa el deber bien hecho, el deber cumplido. Poco a poco, se va haciendo el “músculo” mental necesario para que -sin esfuerzo aparente- se vaya adquiriendo el valor de la laboriosidad.

Ser una persona trabajadora es para el hombre un calificativo que le dignifica porque, el trabajo hace hombre al hombre. El trabajo tiene mala prensa; probablemente sea por eso.

 

Carmina García-Valdés. Pedagoga